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Diana Molineaux

Entre el malo y el peor

Las bayonetas, decía el genio político de la Revolución Francesa, sirven para todo menos para sentarse en ellas. Este es exactamente el riesgo que corre el Pentágono, a medida que refuerza sus efectivos en el Afganistán: llevar más y más tropas de infantería para consolidar el triunfo de sus armas de alta tecnología sobre los talibanes y miembros de Al Qaeda.

El Pentágono lo sabe, pero se enfrenta al dilema de controlar político-militarmente un país por el que pululan dos millones de hombres armados y donde los niños todavía aprenden a leer en los libros de texto que Washington les envió incitándolos a la Guerra Santa contra la invasión soviética. Son hombres armados para hacer la guerra, que vienen luchando desde hace decenios, pero la hacen por bandos y según quien les pague mejor. Lo que sucede ahora es que, pasada la gran ofensiva contra el régimen talibán, ya no es tan evidente que Estados Unidos sea el mejor patrón o que ofrezcan la mejor alianza.

La Casa Blanca se enfrenta a la alternativa de escoger entre Satanás y Belcebú. O desplaza a Afganistán a centenares de miles de soldados que podrían correr suerte pareja a la de los soviéticos 20 años atrás, o se vuelca en crear un ejército nacional afgano. Armar y entrenar a por lo menos dos millones de hombres –que vivirían de la soldada en vez de la guerrilla y servirían eficaz y disciplinadamente al Gobierno de Kabul– no sólo es enormemente difícil y caro, sino que significaría rizar el rizo de la problemática afgana. Semejante ejército nacional tan sólo tiene sentido para Washington si en Afganistán hay un gobierno nacional amigo de Washington.

La alternativa a Satanás o Belcebú es marcharse del infierno, algo que Estados Unidos no se planteará mientras no haya dejado a Al Qaeda abrasada en las cenizas de Pedro Botero.

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