No es ningún secreto que la actual Ley de Extranjería que sustituyó hace apenas dos años a la de puertas prácticamente abiertas del PSOE aún tiene graves defectos, entre los que destaca el “efecto llamada” que no ha conseguido corregir la reciente reforma a la que fue sometida, es decir, la expectativa de regularización automática en 5 ó 3 años, según se acrediten, además de una permanencia continuada en España, circunstancias de arraigo como incorporación real al mercado de trabajo ¿cómo probarlo, si están en España ilegalmente? o vínculos familiares con extranjeros residentes o con españoles. Es decir, la vía más rápida para residir legalmente en España es, precisamente, la ilegalidad.
En estas condiciones, no es extraño que la llegada de inmigrantes ilegales en busca del sueño europeo que las mafias que los introducen se encargan de magnificar hasta el infinito se haya disparado en los últimos años. Sin embargo, la realidad con la que se encuentran después quienes consiguen burlar la vigilancia de las fronteras no es, ni mucho menos, tan halagüeña: trabajos muy duros, clandestinos y, por lo tanto, mal pagados cuando éstos están disponibles. No sorprende, pues, que una gran parte de ellos acabe en la marginalidad o en la delincuencia, como demuestran las estadísticas de criminalidad, o bien termine acogiéndose a los beneficios de la asistencia social con cargo al contribuyente, o quizá ambas cosas a la vez.
Si a todo esto unimos que los patrones culturales de muchos de los inmigrantes particularmente los magrebíes son a veces incompatibles con los nuestros no cabe atribuir, como hace la izquierda irresponsablemente, estallidos sociales como el de El Ejido a súbitos ataques de racismo o xenofobia, parece evidente que no es posible continuar, ni en España ni en Europa, con la política de puertas más o menos abiertas practicada hasta ahora. Se ha comparado a veces un país con una gran comunidad de vecinos, donde las propiedades privadas se alternan con las zonas comunes, cuyo uso y disfrute es regulado y sufragado por sus miembros, quienes se reservan el derecho de admisión, y a tal efecto, encomiendan a un portero la labor de vigilar la entrada a la finca de acuerdo con los criterios que ellos mismos definan.
Aunque es evidente que una nación es una entidad infinitamente más compleja que una comunidad de vecinos, no es menos cierto que también tiene ámbitos comunes, entre los que hay que incluir aparte de las calles, las carreteras, los parques y los caminos la sanidad pública, la educación y la seguridad, cuyo sostenimiento depende, además del dinero del contribuyente, de ciertas normas y pautas de comportamiento no escritas, por resultar autoevidentes dentro de nuestro ámbito cultural.
Por ello, de igual forma que una comunidad de propietarios tiene derecho a fijar qué condiciones deben cumplir quienes deseen entrar en sus dominios, los gobiernos, representantes de la voluntad de esas grandes comunidades de vecinos y propietarios que constituyen las naciones, tienen perfecto derecho a fijar las condiciones y requisitos que deban cumplir quienes deseen establecerse en ellas, que no son ni deben ser muy diferentes de las que rigen para quienes son ciudadanos de pleno derecho: respetar las leyes y las costumbres del país haciendo un esfuerzo positivo por integrarse en él, así como también demostrar que podrán ganarse la vida sin ser una carga para sus nuevos conciudadanos.
A este tenor, y habida cuenta de que el mercado único europeo se basa en la libre circulación de personas, es evidente que la Unión Europea requiere una legislación común en materia de inmigración que permita unificar criterios a la hora de admitir inmigrantes. Mariano Rajoy, vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, ha anunciado este miércoles que la Presidencia española planteará este asunto el visado único europeo como tema central de la cumbre de Sevilla, al tiempo que el delegado del Gobierno para la Extranjería y la Inmigración, Enrique Fernández Miranda, ha desvelado algunos aspectos de la nueva ley española, entre los que destacan la eliminación del arraigo y el endurecimiento de las penas para las mafias y para quienes se aprovechan de la precaria situación de los inmigrantes.
Medidas y propuestas, sin duda, oportunas y necesarias, tanto en el plano social como en el político; sobre todo si se tiene en cuenta el ascenso del populismo en Europa, que ha encontrado en la regulación de la inmigración su bandera electoral. Sin embargo, la izquierda española sigue sin captar el mensaje de Francia y Holanda, y fiel a sus rancios latiguillos y a su tradicional irresponsabilidad, sigue defendiendo la política de puertas abiertas y de generosas ayudas, las cuales, en su larga historia desde la II Guerra Mundial, han servido para poco más que para pagar excelentes sueldos y subvenciones a los funcionarios y ONG encargados de coordinarlas y para enriquecer a los infames gobernantes que han provocado y que perpetúan el atraso y la miseria de las que huyen los inmigrantes. Mucho más sensato, si de verdad se desea erradicar la miseria del mundo, sería defender la apertura de la fortaleza europea al comercio con los países del Tercer Mundo de los que proceden los inmigrantes, para que éstos pudieran ganarse la vida trabajando en su propio país... Pero eso implicaría apoyar la “globalización” y el “dumping social”, algo impensable para la izquierda, que, al parecer, prefiere ejercer de “salvadora” antes que permitir que los propios interesados tengan siquiera la oportunidad de salvarse a sí mismos.

Inmigración: una reforma necesaria

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