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Javier Ruiz Portella

Incentivos lingüísticos… en la nómina

El Gobierno de la Generalitat acaba de reconocer indirectamente su fracaso: de nada han servido los reiterados llamamientos al fervor “patriótico” para que los profesores usen masivamente el catalán en la Universidad. Se siguen impartiendo cursos en español, y ante tan lamentable falta de “espíritu patrio”, las autoridades se disponen a adoptar medidas drásticas… y mucho más convincentes: rascarse el bolsillo y pagar a quienes impartan sus clases exclusivamente en catalán. Las clases en la Universidad, quiero decir, pues el problema no se plantea en la enseñanza primaria o secundaria, donde todos los docentes han de hablar en catalán. Por imperativo legal, y sin que cueste un duro de más.

Tal vez haya quien crea de buena fe que es justo fomentar la enseñanza en una lengua minoritaria (afortunadamente ya no se puede añadir lo de “perseguida”) como el catalán. Así parece pensarlo el PP del Principado, el cual ha declarado, con enternecedora ingenuidad, que presentará enmiendas contra este proyecto de ley con objeto de “potenciar el uso del catalán en las universidades sin necesidad de penalizar económicamente a los docentes que utilizan el castellano”.

¿Hace falta “potenciar el uso del catalán en las universidades”?… Sería preciso hacerlo (aunque sin discriminaciones económicas) si el catalán fuera una lengua minoritaria. Pero resulta que no lo es en absoluto. Resulta que, según reconoce la propia Generalitat, dos de cada tres clases se imparten en catalán: nada más ni nada menos que el 65 por ciento. ¿Qué es pues lo que pretenden?… Muy sencillamente, que el uso del catalán en la Universidad no sea del 65 sino del 100 por ciento (aunque tal vez les bastara el 98 por ciento, pues siempre queda bien aceptar algún que otro profesor extranjero: español, francés, hispanoamericano…)

Es lo de siempre. Lo que el nacionalismo no puede tolerar es la idea misma de un auténtico bilingüismo. Es decir, un bilingüismo en el que ambas lenguas estén en pie de igualdad, en el que convivan tan armónicamente como de hecho conviven día a día en la calle. Lo que pretenden es la hegemonía total del catalán, por más que toleren (a la fuerza ahorcan) que el español se siga hablando a efectos prácticos. Hablando… o –dentro de no demasiado tiempo– chapurreándolo. El asunto de estos “incentivos lingüísticos” para los profesores universitarios lo ilustra con meridiana claridad. El catalán domina ya plenamente en las universidades…, pero este dominio no les basta. Quieren la hegemonía total, y para ello están dispuestos a todo: tanto a dilapidar las sumas que haga falta como a deteriorar aún más una universidad que en Cataluña, como en todas partes, está ya de por sí suficientemente deteriorada.

Ahora bien, ¿es posible conseguir en la universidad este “bilingüismo auténtico” sin el cual no hay solución para un país visceralmente bilingüe? La cuestión es sumamente compleja, pues incluso fomentando el uso de la lengua hoy minoritaria –el español–, incluso alcanzando este 50 por ciento ideal para cada idioma, la universidad catalana se mantendría provincianamente encerrada sobre sí misma. Sus puertas seguirían estando cerradas, de facto, para quienes, procedentes del extranjero o de otras regiones españolas, no conocen el catalán. Probablemente, la única solución consistiría en establecer una especie de “doble circuito universitario”, de forma que la lengua de unas universidades fuera el español, y el de otras el catalán. En cualquier caso, la solución nunca puede consistir en cosas como las que actualmente pasan. Cosas como las que me contaba un amigo colombiano que tuvo la desdicha de inscribirse en un Master de Empresariales en la Universidad Autónoma de Barcelona. El curso tenía una duración de seis meses y en él participaban dos alumnos catalanes, ninguno de otras regiones españolas, seis hispanoamericanos y cinco extranjeros que hablaban español. Durante los dos primeros meses los cursos fueron generosamente impartidos en castellano, con la advertencia, sin embargo, de que durante este tiempo tenían que aprender suficiente catalán como para seguir en él las clases. Al iniciarse el tercer mes, las mismas, en efecto, fueron dadas exclusivamente en catalán, con la posibilidad, eso sí, de poder interrumpir al profesor cada vez que alguien no entendía algo. Ni que decir tiene cuáles fueron los catastróficos resultados de la experiencia. Una traumática experiencia que sufren todos los estudiantes extranjeros (cada vez menos, es cierto) que llegan a las universidades catalanas convencidos de haberse matriculado en una universidad española: nada ni nadie les advierte antes del tremendo chasco que se van a llevar.


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