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Javier Gómez de Liaño

¡Cuánto hijo de…!

Acabo de contemplar atónito la fotografía de un niño —se llama Pablo— de cuatro años, desnutrido y hospitalizado en la provincia argentina de Tucumán. Al parecer, si Dios no lo remedia, seguirá la estela de la muerte por hambre que se ha llevado —supongo que al cielo— hace unos días a cuatro niños como él y a 11.000 más en toda Argentina, durante el último año. Por si la escena no fuera bastante, este periódico ofrece la noticia de que el ministro argentino de Producción, un tal Aníbal Fernández, ha declarado que situaciones como la del pequeño Pablo ocurren porque Argentina tiene una sociedad enferma y unos gobernantes que son unos “hijos de puta”. Por su parte, el presidente Duhalde dice que “estos casos extremos se originan por la falta de organización social”. Yo, más que con el presidente, con quien de verdad estoy de acuerdo es con el ministro del ramo.

Que en un país como Argentina —del que se llegó a decir que era despensa de todo América—, donde sus políticos tienen fama de ser los más corruptos del planeta e incluso donde los hay que perciban pensiones de privilegio millonarias —en España tenemos el ejemplo de un magistrado de origen argentino que por haber sido, durante escasos nueve meses, procurador del Tesoro de la Nación con Héctor Cámpora, desde 1987 percibe una jubilación de 3.500 dólares mensuales (encima no declaradas al fisco)—, digo, que en ese país un niño muera de hambre es algo que debería avergonzar a quien todavía tuviera vergüenza.

A mí de toda esta basura, lo que más me duele es que sea a muy pocos a los que les remuerda la conciencia y la tierra siga dando vueltas, como si nada. Se me ocurre preguntar ¿por qué los políticos de todo el mundo no toman cartas en el asunto y, por ejemplo, en lugar de acudir a créditos de ignorado destino, embargan las cuentas de todos aquellos que han metido la mano en la caja o cobrado de más? La crisis del mundo es de orden ético y no político, porque los políticos gustan más de la mentira que de la verdad.

El pequeño Pablo tiene el mirar profundo de esos niños tristes y desgraciados y una cara y cuerpecillo que parece que ni ya él siente. A mí la impresión que me da es que lo único que le late es el alma. En el Talmud se lee que el mundo sigue en pie por el aliento de los niños, esas minúsculas e indefensas criaturas que, como el pequeño Pablo, dan vida a todo lo que ven, oyen y tocan. No sé si estos “hijos de puta” lo serán tanto como para dejar que Pablo muera, pero de lo que sí estoy seguro es de que como se les muera arrastrarán de por vida un ataúd repleto de ignominia y habrán contribuido a que todo el país argentino —y todos los hombres de buena voluntad— se ponga de luto. Tampoco me extrañaría que el pequeño Pablo dejase como testamento un gemido que abriese la puerta a una revolución. Un niño muerto de hambre siempre produce una terrible huella en el rostro de un país, un ansia de venganza social contra gobernantes podridos y babeantes, porque lo peor del hambre —con ser grave— no es que corte la sangre en el corazón de un niño, sino que apaga, poco a poco, la paciencia de un pueblo. Nadie, ni siquiera las fieras, debe morir de hambre ni de sed, menos aún si es de justicia.

Hace años leí que en Brasil se llegó a matar a niños a tiros como si fuesen alimañas; sabido es que hoy, hasta por Internet, se ofrecen niños como si fuera piezas de safaris sexuales. Ahora, lo último, resulta que en Argentina los niños se mueren de hambre porque, según un ministro, “los políticos son unos hijos de puta”. Que el caso del pequeño Pablo y de otros muchos “pablos” ocurra y lo consintamos es síntoma de que la humanidad está putrefacta y va siendo hora de poner manos a la obra contra tanta podredumbre. No quisiera ser pájaro de mal agüero, pero creo que tampoco debo callar lo que considero que es mi obligación decir: Si los hombres no enmendamos este tipo de errores y no cambiamos, estoy seguro de que, a corto plazo, todos seremos unos hijos de la gran…

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