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Eludir lo retórico

No me hiere la naturaleza. Sé de siempre que la naturaleza es una grandísima hija de perra; que nada bueno viene al mundo si no es de la artesanía mediante la cual los hombres le hacen frente y logran posponer su homogéneo imperio de destrucción. Nada bueno; nada malo, tampoco. Abominar de la naturaleza, esa sorda resistencia en lucha con la cual se forja la humano, hablar, así, de “catástrofes naturales”, me parecería una infantil nadería: lo natural es siempre catastrófico.

La naturaleza es esto: el mar en cuyo embate se quiebra un barco viejo, la regla inexorable de los fluidos no solubles, el juego de densidades que hace que uno de esos fluidos se superponga al otro y evacúe de él, exterminándolas, a las bestias comestibles que en él viven. Eso no es calificable. Sólo combinatoria de fuerzas y materias.

Calificamos sólo lo que viene del hombre. La artesanía de producir dinero fácil que lleva a una banda de criminales (primero se llamó KGB, se llama hoy mafia rusa) a poner sobre las olas navíos de destino incierto, que sólo se rompen y vierten su fuel algunas veces. La dejadez también de una Unión Europea incapaz de parar los pies de la barbarie rusa: en su dimensión política como en la económica. Esa dejadez que consiste en calcular que los viejos petroleros sólo se rompen algunas veces y que tal vez el azar pueda salvarnos de que esas veces sean justo enfrente de nuestras costas.

Una Rusia política y moralmente criminal, depredadora en lo económico. Una Europa moribunda frente a la mafia de Putin, como frente a cualquier otra amenaza. Es el problema.

Y lo único a decir, en esta historia, sin naufragar en lo sentimental, lo hortera: lo retórico.

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