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Andrés Freire

¿Una profesión respetable?

“No puedo revelar mis fuentes. Soy una periodista”, afirmaba rotunda la avezada reportera. No respondía así a un agente del CSID a la búsqueda de información, ni a un abogado en defensa de su cliente, sino a una persona que le preguntaba quién estaba lanzado bulos sobre su vida privada. Pero la periodista insistía en el extraño privilegio de su profesión que permite lanzar acusaciones sin nombrar al acusador. La seriedad con que usan del privilegio nos ha sido revelada por esa hilarante anécdota del mundo del corazón que no ha merecido la atención de la prensa seria: Una ama de casa aburrida, suplantando la identidad de la mujer de un torero, ha sido durante meses fuente de infinidad de rumores insinuados en programas de televisión.
 
Es curiosa esa obsesión de los comentaristas del corazón por blandir, en cuanto pueden, el título y la lógica del periodismo para legitimar sus afanes. “Nuestro deber es informar” y “el público está interesado en saber”, son mantras reiterados constantemente. Y no es cierto. Los adulterios, los amoríos nos interesan; toda nuestra ficción está construida alrededor de esos temas. Si nos lo cuentan del vecino, prestaremos oído. Pero eso es un mal hábito humano, no un derecho humano. En cambio, el derecho a la imagen y a la privacidad sí son reconocidos solemnemente en nuestra Constitución.
 
“Son personas públicas” insisten. Pero hay categorías enteras de personas públicas cuya vida privada no es tratada en los medios. Por ejemplo, si es lícito hablar de las vidas privadas de personas públicas, estoy convencido de que las costumbres amatorias de Karmele y Mariñas son más interesantes y jugosas que las de los padres de Jesulín. Es aquí cuando aparece la última ratio del argumentario de las gentes del corazón: el gastado sofisma, aceptado por algún legislador, según el cual desde el momento en que alguien vende exclusivas ha perdido el derecho a su privacidad. Algo así como decir que una vez que has sido puta, se te puede violar.
 
Paquirrín llamando con angustia al telefonillo de su casa, mientras es rodeado por una turba de desconocidos que, sosteniendo micrófonos y cámaras, le inquieren sobre sus íntimos sentimientos. Beckham y señora, perseguidos cual delincuentes por una marea de coches en las calles de Madrid. La Pantoja, implorando en la puerta de su finca a los cámaras que la tienen sitiada que le permitan ese día, al menos ese día, pasear tranquila por la calle (los periodistas se sonríen ante este arrebato; tienen hoy imágenes que valen dinero). La madre de Norma Duval hospitalizada por ver en la televisión cómo unas cuantas personas destrozan la reputación de su hija y su marido recientemente fallecido. Quizás sea el momento de dejar de ver esas escenas como curiosas anécdotas de un submundo ínfimo, para considerarlas como lo que son: acosos y agresiones ante los ojos de media España. Al fin y al cabo, muchas han sido las vidas destruidas por estas gentes.
 
Queda la otra imagen: la de la periodista resabiada gritando al viento “soy periodista, tengo un título, no hago más que informar”. Eso es lo chusco, que encima pretendan ser respetables.

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