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Serafín Fanjul

Los propietarios

La intransigencia religiosa convertida en norma de relación internacional y elevada a los altares de la progresía, junto a una inmigración que ningún gobierno español ha intentado cortar, nos han puesto en la primera línea del conflicto con el islam.

Tal vez los lectores de ABC se sorprendieran al tener noticia de que unas agrupaciones de musulmanes, en España, "exigían" al gobierno español que impidiera la venta en Londres de unas alfarjías procedentes, al parecer, de la Catedral-Mezquita de Córdoba. Dado que el nuestro, al menos por ahora, no es un país islámico y en él existen la libertad de expresión y la de petición no seré yo quien les niegue la posibilidad de manifestar un deseo, pero tampoco hemos de renunciar de nuestro lado a discutir la lógica de arrogarse un derecho, ni siquiera moral, sobre las susodichas vigas. En puridad, su capacidad de reclamación al respecto no es mayor que la de los mormones de Orcasitas, los vinateros de Monforte de Lemos o los filatélicos de León, por citar colectivos tan respetables como los precitados muslimes. Por lo menos. Pero ni son propietarios del edificio (ellos creen que sí), ni se han encargado de su conservación durante casi ocho siglos (bastante más que el tiempo en que el monumento estuvo en manos de los musulmanes) ni, al parecer, entienden que en estados de derecho –como España o el Reino Unido– si la subasta cumple los requisitos legales no hay gobierno que paralice nada. Y que se lo digan a Rodríguez y su maniobra para entregar Endesa a la Generalidad catalana.

Mas, ¿por qué meten baza en el asunto esos mahometanos de aquí o acullá? Aparte de la evidente intención de darse publicidad, marcar su territorio y empezar con nuevas oleadas de exigencias ante una sociedad que, como la española, se deja amedrentar, su actitud se corresponde con la facultad –y obligación– que todo musulmán se adjudica a intervenir en cualquier asunto que estime lesivo u ofensivo contra el islam. A nadie se oculta la arbitrariedad abusiva de tal criterio, subjetividad pura, pues cualquiera se autoinviste de títulos para entrometerse en lo que sea. De hecho, así sucede y lo estamos viendo a propósito de nimiedades varias, como las famosas caricaturas. Por desgracia, esa injerencia en las vidas ajenas con frecuencia deriva hacia facetas personales que atañen al ejercicio mismo de la libertad individual, a capítulos de subsistencia de la personalidad; al arrasamiento de todo vestigio de independencia y autonomía de un ser humano anulado por el Sometimiento, más que a Dios a la comunidad de fieles eficazmente pastoreada por mullahs, ulemas, alfaquíes, muftíes y jeques diversos.

En lo que se refiere a España el asunto se complica por el pasado islámico que, en parte, tuvo la Península Ibérica. Partiendo de principios indefendibles en el plano lógico o meramente histórico, afirman los musulmanes muy convencidos que cualquier tierra que en tiempos perteneció al darislam a él debe volver, sin preocuparse poco ni mucho de la opinión de sus actuales habitantes y poseedores con toda ley desde hace muchos siglos. Libertad Digital recogía las pretensiones, entre cursis e infantiles, de un panfleto para niños adoctrinados por la banda terrorista Hamas y en el conjunto de la información se detectaba una cierta sorpresa y escándalo de españoles normales, impresionados por la estrafalaria pretensión de "recuperar" para el islam la ciudad de Sevilla y todas las demás de al-Andalus.

Para un servidor, la cosa carece de mayor trascendencia por ser noticia vieja. Y disculpen si esto suena muy suficiente, pero hace ya muchos años en El Cairo me preguntaban taxistas, panaderos o profesores si en España había muchos musulmanes, si había muchas mezquitas y si se hablaba árabe de modo normal. Yo, a veces, por broma, decía que sí (en aquel entonces la respuesta correcta era un rotundo no a las tres interrogantes) y se quedaban tan contentos al confirmarse sus sueños sobre el "Paraíso Perdido". Pero si respondía la verdad me ojeaban con aire desconfiado y zumbón, al quedar probado que la mentalidad imperialista de aquel extranjero trataba de ocultar la auténtica realidad, a saber, que al-Andalus seguía existiendo y que los españoles de hecho visibles, audibles y palpables no pasábamos de simples sombras sin entidad ninguna, una añagaza más del colonialismo europeo para confundir al buen pueblo agareno (lo de agareno lo pongo yo, aclaro para árabes y arabistas suspicaces y con escaso sentido del humor, como es preceptivo).

El problema, para nosotros en la actualidad, es que la situación ha cambiado y no precisamente para bien: el peso demográfico de los países musulmanes, las enormes disponibilidades económicas de algunos de ellos, la intransigencia religiosa convertida en norma de relación internacional y elevada a los altares laicos de la progresía, junto a una inmigración descontrolada que ningún gobierno español ha intentado cortar, nos han puesto en la primera línea del conflicto con el islam. Para guardar esa frontera vamos a necesitar otra vez a Sancho de Leyva: ya veremos si lo encontramos.

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