Fidel Castro es, qué duda cabe, un personaje de García Márquez, pero, claro, generado al margen de la voluntad del autor. Nadie se ha preocupado de valorar a Castro como personaje de novela, siendo éste, sin embargo, su rol más logrado. Supera con mucho a Fitzcarraldo, tanto en la magnitud de sus emprendimientos como en lo disparatado de los mismos. Inolvidable resulta el referido en "Nuestros años verde olivo", de Roberto Ampuero (que estuvo casado con la hija de un prohombre del régimen castrista), cuando Fidel descubrió que los estúpidos pequeños propietarios de granjas que rodeaban La Habana insistían en cultivar verduras y hortalizas, siendo el café, a juicio del iluminado líder, un cultivo tanto más rentable. Expropió, replantó y consiguió que los nuevos cafetales no produjeran nada, debido a lo inapropiado de las tierras; y que La Habana sufriera desde entonces escasez de verduras y hortalizas.
En 1986, en otra de sus iniciativas funambulescas, despachó a Chile más de 80 toneladas de armamento largo y mediano, superior en cantidad al de nuestro Ejército. Fueron desembarcadas a enorme costo en Carrizal Bajo, en el norte. Pero, de nuevo, el pérfido mercado conspiró contra él, porque sus agentes habían utilizado como fachada la recolección de algas, que vendían a precios por debajo los normales, lo cual motivó a las autoridades a indagar y descubrir el mayor desembarco bélico registrado en América Latina. Recientemente presenté el libro "Carrizal, 20 años después", de Paula Afani, que contiene sorprendentes revelaciones de este fracasado preparativo para nuestra guerra civil, cuyo gigantesco costo pagaron Cuba, la Unión Soviética y los contribuyentes chilenos que hoy financiamos indemnizaciones y pensiones para compensar a los guerrilleros, impedidos en su noble propósito por la vil dictadura.
Pero mis favoritas son las peroratas de Fidel. Van de cuatro y hasta siete horas, marca esta última que le significó un desmayo, años atrás. El brillo de la locura que advierto en sus ojos mientras habla me recuerda a Adolf Hitler, también autor de peroratas interminables y emprendimientos funambulescos, pero, dados sus medios, de ecos mucho mayores para la humanidad. Un empresario chileno que visitó la isla fue recibido por Castro a medianoche y, según me relató, debió escuchar su monólogo hasta avanzada la madrugada, cuando, repentinamente, aquel se interrumpió y le dijo: "Cuénteme cómo está Chile". Era en lo mejor de los 90 y el empresario así se lo hizo saber. Castro le apuntó con el dedo, diciéndole: "Eso se lo deben ustedes a Pinochet".
Cuba, otrora nación próspera y pujante, es hoy un desbarajuste completo. Casi todos quieren irse. Hace unos años, irritado por las multitudes de balseros que navegaban hacia Miami, abrió el puerto de Mariel a quien quisiera emigrar, pero cuando iban 400.000, decidió volver a cerrarlo, no sin antes enviar a los EEUU a la hez de las cárceles.
Su imagen lo es todo para Fidel. Por eso se niega a usar anteojos, siendo corto de vista, lo cual a veces le comporta costos, como cuando hace dos años, en plena retirada gallarda de un acto multitudinario, no vio una grada y se vino al suelo de bruces, al costo de una fisura en un brazo y ocho fracturas en una rodilla. Pero ahí tuvo su momento más brillante: tomó el micrófono e informó a la humanidad que seguía atento a todos los acontecimientos, advirtiendo que no permitiría el uso de anestesia general, para no perder el control de ellos. Esa es mi escena favorita de la saga de Castro.
Pero ahora, tras 48 años, ha entrado en un intervalo no lúcido, debido a la anestesia, pero que ocasiona un vacío que sólo García Márquez podría llenar.