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Serafín Fanjul

Franceses

Asegura don Chirac que el Descubrimiento de América no es suceso memorable ni nada; en alarde erudito afirma que ya la habían descubierto los vikingos (la erudición no le da para saber que el mapa de Vinland resultó ser una falsificación)

Asegura Ramón J. Sender en una de sus novelas que los franceses inventaron la bragueta, constituyendo ésta su mayor aportación a la historia de la Humanidad. Sin negar la notable utilidad del invento, que tantos ardores y tensiones alivia, y desconociendo cuánto haya de verdad en la adjudicación del aragonés, sí podemos dejar sentado muy clarito que se queda corto en la apreciación: nuestros vecinos norteños también descubrieron el bidé, trasunto de palanganas y feliz olvido de corrales, el chovinismo implacable y la incapacidad absoluta para apreciar valores ajenos. Y cuando no tienen más remedio y les conviene, endilgan la Legión de Honor a éste o aquél pintor o poeta y de tal suerte lo hacen suyo. O eso creen. Pero como es bueno entreverar burlas y veras, no dejaremos en el tintero una evidencia clara: Francia es una de las seis o siete naciones determinantes de la historia humana desde la caída del Imperio Romano en el año 476 de C., como sabe cualquier escolar (canaco) y todo político (neozelandés).

Su eficiente sistema educativo republicano, erradicador en el XIX de las otras lenguas que en el país había, su gran esfuerzo editorial y estudioso de altos niveles, consecuencia de lo anterior, o la enorme máquina militarista desarrollada durante el XVIII y que inexorablemente debía culminar en las degollinas regadas por Bonaparte en toda Europa, son motivos bastantes para mover el aprecio, cuando no el amor ciego, por la Galia y sus champanes. Un amor que debe ser –como en las antiguas clasificaciones morales– "para mayores con reparos" y en el cual, al rozarse las personalidades reales en tan incierta pareja (usted y Francia), o ménage à trois (si me admiten en el grupo), la cosa acaba muy malamente porque, como concluye todo un García Márquez, se trata del "más bello país con la gente más grosera del mundo". Moderemos lo uno y lo otro y no más admitamos que, para llegar a Alemania, no hay otra sino pasar por Francia: hasta por avión amuelan los controladores aéreos franceses cada vez que se les pone.

Viene lo antecedente a propósito de unas declaraciones del aún presidente –y por tanto todavía no procesado– Jacques Chirac en un libro de próxima aparición que le dedica uno de los inevitables pelotas. Como sus asuntos de cama –y por ende de bragueta– no nos interesan nada, pasamos a la parte mollar. Podríamos errar el tiro apuntando a la personalidad atrabiliaria del individuo, pero si en Giscard d’Estaing o en el mismísimo De Gaulle encontramos idéntico pavo subido, parejas superficialidades y ninguna intención de tomar en serio a los demás, fuerza será pensar que lo da la tierra o que su naturaleza les obliga a ser como son. Históricamente, sólo han tomado en serio a los alemanes, que les patearon concienzudamente el trasero varias veces, de donde se siguieron las nada elegantes venganzas que después les dedicaron y gracias a la salvación que vino de allende el Atlántico.

Asegura don Chirac –con ese cómico desdén sólo al alcance de franceses– que el Descubrimiento de América no es suceso memorable ni nada; en alarde erudito afirma que ya la habían descubierto los vikingos (la erudición no le da para saber que el mapa de Vinland resultó ser una falsificación) y, para rematar la guinda del pastel, califica a los conquistadores de "hordas que iban a destruir" el Paraíso. Bueno está, pero como da la casualidad de que España es otra de esas seis o siete naciones susodichas y en la actualidad –fuera del capítulo educativo, que en nuestro país es pavoroso– nada tenemos que envidiar a los gabachos, viviendo relativamente bien sin necesidad de tanta mala leche, cumple algún comentario piadoso.

No perderé el tiempo rebatiendo, ni en pequeñito, lo de las hordas o la irrelevancia del 12 de octubre de 1492. Hay demasiado escrito sobre el particular y las posiciones están de sobra definidas, con las motivaciones e intereses de unos y otros, por tanto no más indicaré que si Cortés se hubiera llamado Courtois, que es mucho más fino, y en vez de nacer en Medellín hubiese tenido el buen gusto de ver la luz primera en Chatillon-sur-Seine, que sí es como para presumir –¡dónde va a parar!–, entonces, don Chirac proclamaría el inequívoco carácter civilizador y benéfico de su vida y obras, que serían de estudio obligado en los programas de difusión cultural de la Unesco. Y quien dice Courtois, dice Pizarre, Benalcazaré o Almagré. Y, por cierto, ¿saben ustedes que Diego de Almagro ni siquiera figura en la Enciclopedia Larousse, que se pretende –y se vende– en España como una gran cosa?

A fuer de sinceros, en la profundidad de pensamiento de don Chirac no sólo se perciben los celos quisquillosos tan propios de franceses, o la ineptitud del vecino para ver en España algo más que el pintoresquismo folklórico que ellos mismos inventaron. También refleja la permanente cuña que quieren introducir entre nosotros y los iberoamericanos, sabedores de los excesos del patrioterismo de por allá y de las muchas arrobas de cursilería que Francia pudo meter de rondón en las repúblicas americanas, aprovechando el inmenso vacío que dejó el declive español en el XIX, justo la centuria en que ellos desarrollaron su expansión colonial. François Mitterrand se fue de la lengua y lo dijo bien claro: "¡Ay, si tuviéramos la América Latina!". Eso sí son nostalgias imperiales. Y de un "socialista".

Mas no acaba aquí la cosa. Si hablamos de hordas destructoras y crímenes bien feos, el vecino tiene muestrario surtido y la historia de Francia en el siglo XX –por no irnos más lejos– es una cadena de asesinatos y vilezas. ¿Por dónde empezamos? ¿Por orden cronológico o saltando a granel, por aquí y por allá? La memoria nos lleva desde la bestialidad del general Massu en Argel o el millón de víctimas argelinas por conseguir la independencia, hasta el otro millón de asesinados en Ruanda en 1995 gracias a la inducción de los servicios secretos franceses. Podemos brincar de la guerra colonial en Indochina a las intervenciones militares en Tchad o Costa de Marfil, de ahora mismo, como quien dice. O regresar al pasado y recordar el miserable trato y chantaje infame a que sometieron a la Alemania hambrienta de los años veinte, con ocupación del Sarre incluida, para forzar el pago de unas indemnizaciones de guerra que el país no podía satisfacer porque, sencillamente, no tenían qué comer. Hablamos de 1923 –el año de la hiperinflación en Alemania- cuando la gloriosa Armée francesa reprimió a sangre y fuego las huelgas de obreros alemanes en el Sarre, remisos a apuntarse a tanta grandeur integrándose en Francia. Los historiadores conocen bien el efecto que para la ascensión del nazismo tuvieron las presiones francesas entre un pueblo nada dispuesto a dejarse pisar: se pasaron de listos, los vecinos.

Y si avanzamos hasta 1940 nos encontramos la monumental debâcle de mayo-junio, frente a fuerzas alemanas inferiores en número (a los franceses había que sumar los ingleses, recordamos), con fuga general comparable a la de los días previos a la batalla del Marne en 1914 ("Aux gâres, citoyens, / montez dans les wagons", remedaban La Marsellesa en París a la vista de la desbandada de funcionarios y público en general). Sin embargo, no fue la derrota lo peor, sino el encanallamiento de más de la mitad de la población francesa, encantada de colaborar con los alemanes, aunque luego dijeran lo contrario. Culebrearon personajes como François Mitterrand o Maurice Papon –recién fallecido–, hábiles trepadores tras la guerra, sin siquiera tener la decencia de Laval o Pétain asumiendo sus responsabilidades, cuando los angloamericanos les regalaron la liberación, pues sin ellos De Gaulle habría entonado el pío-pío en Londres hasta que las gallinas hicieran pipí: lo digo así de cursi porque hablamos de Francia, en español se dice de otra manera.

Pero no sólo esas glorias puede mostrar Francia en la Segunda Guerra Mundial: en 1942, se rindieron ante los angloamericanos en el norte de África casi sin tirar un tiro; a continuación, se ensañaron con sevicias espeluznantes con los prisioneros ítalo-alemanes (los restos del Afrika Korps) que los americanos les iban entregando y remataron la faena el 7 y 8 de mayo de 1945 con las matanzas masivas de manifestantes argelinos en Setif, Constantina, Bordj Bu Arreridj, etc. Veinte mil personas perecieron bajo los cañones y ametralladoras franceses. Como para estar orgullosos.

Y vamos con las hordas. Son bien conocidas las devastaciones, degüellos generalizados, saqueos y robos que produjeron los franceses en nuestro país entre 1808 y 1814. De saltimbanquis, aguadores y pordioseros (de los cuales cruzaban nubaradas los Pirineos en el XVI y XVII) se habían convertido en conquistadores que traían la "civilización" y parece que a los indígenas no gustó la idea de civilizarse encajando incendios y rapiñas, así que expresaron su discrepancia. De la infinidad de testimonios existentes sólo ofreceremos algún ejemplito, de polacos combatientes en el ejército francés en los regimientos de la Legión del Vístula:

"[Calatayud, 1808] Con la llegada de la infantería francesa el orden desapareció. Tanto las casas como iglesias fueron abiertas y saqueadas. Los soldados, emborrachados con el vino, vestidos con vestiduras litúrgicas, con antorchas y candelas, llevaban por las calles los recipientes de la Misa llenos de vino, cantando desvergonzadamente. Todavía ahora siento rabia y tristeza porque aunque no participé, fui testigo de estas insolencias y violaciones. Y de este modo la nación española estaba justificada por su venganza despiadada jurada contra los franceses", dice el sargento Wojciachowski. A lo cual agrega el oficial Stanislaw Broekere: "Si nos acuartelábamos en algún lugar durante un par de semanas o meses, tras nuestra permanencia todo quedaba destruido y saqueado de la forma más horrible, llegando incluso al extremo de no respetar las imágenes sagradas, que también acababan siendo pasto de las llamas". Toma hordas.

Han pasado dos siglos y el tiempo ha ido borrando en el imaginario colectivo español las huellas de la francesada, bien auxiliado –eso sí– por la ignorancia, cuando no el desprecio, por nuestra historia que se inculca a los celtíberos de ahora y desde su más tierna infancia, pero no apuntemos sólo a los pitecantropos de la boina o los charcuteros de la barretina: el actual alcalde de Madrid ya se ha esfumado de las últimas conmemoraciones del 2 de mayo. Veremos qué hace en 2008, si sigue en el cargo. No obstante las desagradables consecuencias inmediatas, está bien que, de vez en cuando, los agricultores franceses quemando camiones, Giscard favoreciendo a la ETA o don Chirac con sus muy prescindibles memorias nos refresquen la mollera y las burradas de la biografía conjunta. No es seguro que España salga perdiendo en el cotejo.

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