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Cristina Losada

O cómo quitarse la mancha de ser de derechas

Blanda con los adversarios que la castigan, reserva su agresividad para quienes le reprochan su débil defensa o su abandono de valores y principios. Es contra aquellos más próximos que saca pecho y nutre su menguada autoestima.

El discípulo de Freud, Carl Jung, empleaba el término "sincronicidad" para referirse a las casualidades significativas. Son coincidencias que concurren por ser propicio el contexto. Vienen porque tienen que venir, si no como fatal destino, como fruto de las condiciones objetivas. Así, no ha sido el mero azar el que ha traído en su bandeja al mismo tiempo la sentencia condenatoria del vicepresidente de este periódico y director de La Mañana de la COPE, y la declaración del querellante de que su partido, frente a lo que piensan sus adversarios –única opinión que, en realidad, le importa– no es de derechas. Esta simultaneidad ilumina el fondo del escenario y hasta el trasfondo de la tragicomedia.

El alcalde de Madrid ha utilizado la querella para señalizar la distancia que le separa de aquellos a los que los adversarios han metido en el redil de la derecha radical o extrema por la sencilla razón de que son los que más les molestan. Y es que esos "apestados", por la escasa simpatía que profesan hacia los sectores de la derecha que cuanto menos liberales, más complejos presentan, son también los que más irritan a don Alberto. Que el antiguo secretario general de Alianza Popular, el partido que acogió a los conservadores reciclados del franquismo, trate de reescribir su pasado, se comprende. No tendría mayor trascendencia si lo solventara en el diván. La cuestión políticamente relevante estriba en que su partido, tras encumbrarle, rueda con él por la pendiente del transformismo.

Al fondo de este asunto –y de la crisis del PP– se encuentra la vergüenza que una parte de la derecha tiene de sí misma. Frente a un PSOE que ha llevado al paroxismo el grotesco orgullo de "ser de izquierdas", esa derecha se rila y redobla sus esfuerzos por abjurar de su identidad política. Acosado por la feroz campaña de hostigamiento durante la pasada legislatura, el PP se dolía y protestaba tímidamente, pero como en el síndrome de la mujer maltratada, vuelve a los brazos del agresor asegurando que modificará su conducta para plegarse a sus exigencias. En suma, ha dado por perdida la batalla de las ideas antes de librarla y no contento con batirse en retirada, se humilla ante el ganador.

Naturalmente, no les gusta nada a quienes practican esa suerte de masoquismo político que se lo afeen y que los ridiculicen. Y es entonces cuando se engalla y planta cara esa derecha del autodesprecio y los complejos. Blanda con los adversarios que la castigan, reserva su agresividad para quienes le reprochan su débil defensa o su abandono de valores y principios. Es contra aquellos más próximos que saca pecho y nutre su menguada autoestima. Así emplea todas sus energías combativas, nunca demasiado elevadas, en acallar la crítica, sea interna o de los medios de comunicación, excepto que se trate, claro, de los del adversario. Pues la moraleja de este cuento es que el PP ha concedido que el PSOE zapateril y sus corifeos tenían razón. Estaban muy, pero que muy a la derecha y eran terriblemente radicales, pero ahora van a reformarse, serán niños buenos y civilizados y, al fin, podrán presentarse en sociedad. Qué alivio.

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