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Marcelo Birmajer

Wall Street no es el Muro de Berlín

Cuando cayó la URSS, la gran incógnita de los líderes soviéticos era si reprimir o no reprimir al pueblo. La gran incógnita de los líderes del mundo libre es si acudir o no en rescate del sector privado con miles de millones de dólares.

El diario Crítica de la Argentina tiene una sección, llamada "El Invitado", en la que se invita a un escritor, un músico o un actor sin relación con el diario a sugerir los titulares de una hipotética tapa, que de hecho se publica a doble página en la mitad del matutino.

Hace cosa de una semana me convocaron y titulé: "Wall Street no es el Muro de Berlín"; a lo cual añadí: "La recuperación de los mercados preocupa a los intelectuales que auguraban el fin del capitalismo".

Mientras escribo estas líneas es 30 de septiembre, y ayer, 29, como en una parodia de la crisis de 1929, los mercados volvieron a caer estrepitosamente. Hoy se recuperan lentamente. Y aunque no puedo repetir el chiste de los intelectuales agoreros, sí me atrevo a refrendar mi título: Wall Street no es el Muro de Berlín. Con lo que quiero decir que el capitalismo democrático no caerá por esta crisis. Me permitiré, además, una ucronía pesimista: si cayera –que no lo hará–, sólo sería reemplazado por sistemas infinita y ontológicamente peores.

¿Por qué Wall Street no es el Muro de Berlín? Permítanme sólo un par de puntos en este juego de las mil diferencias.

Cuando, en un acto de voluntad de las masas, fue derribado el Muro de Berlín, lo festejaron no sólo la mayoría de los habitantes de las dos Alemanias, sino la mayoría de los del resto del orbe soviético y del mundo libre. El tambaleo de Wall Street apenas si es festejado por la dirigencia iraní, y temido por la mayor parte de la población mundial. Todo el mundo quería que cayera el Muro de Berlín; pero a nadie en su sano juicio le interesa que caiga Wall Street. Ni siquiera a los chinos. Ni a los rusos.

La mayoría de los habitantes del orbe soviético quería un cambio radical de sus vidas mucho antes de que cayera la URSS. En cambio, la mayoría de los habitantes del mundo libre deseaba seguir con su vida tal como estaba un día antes del descubrimiento de la crisis financiera.

Cuando cayó la URSS, la gran incógnita de los líderes soviéticos era si reprimir o no reprimir al pueblo. La gran incógnita de los líderes del mundo libre es si acudir o no en rescate del sector privado con miles de millones de dólares. Cuando los líderes chinos vieron temblar su dictadura en la Plaza de Tiananmen, mandaron presurosos a sus soldados a matar a cientos de miles de manifestantes. Cuando los líderes americanos ven temblar la estructura financiera de su patria, apuran a sus congresistas para que voten a favor del salvataje monetario. Acá no se va a morir nadie que no se quiera morir.

Cuando Roosvelt se hizo cargo de la presidencia norteamericana, en las zozobrantes aguas de las postrimerías de la gran crisis financiera de 1929, dijo a sus compatriotas que si no se había producido la peor de las catástrofes se debía a que la fibra moral de América estaba intacta. Y así fue: los Estados Unidos no sólo se elevaron hasta ser la potencia más poderosa y dinámica del mundo, sino que vencieron al peor demonio del siglo XX: el nazismo. Y brindaron un horizonte de libertad a todos los oprimidos que vivían al otro lado de la Cortina de Hierro.

Hoy, América enfrenta un problema mayúsculo, pero no terminal. En Argentina y otras partes de Latinoamérica, líderes y opinólogos de todos los sectores brindan consejos agresivos, burlones, llenos de rencor, a los norteamericanos. "Ustedes, que nos condenaban al neoliberalismo, ¡miren cómo se hunden!", declaman.

Lo cierto es que estos adivinos del pasado se están parando en podios resbalosos. Si el FMI y ciertos funcionarios americanos opinaban sobre la economía argentina, o sobre la latinoamericana en general, no lo hacían por diversión o demagogia, sino en respuesta a los desesperados pedidos de préstamos de dinero por parte de nuestros presidentes. El FMI se limitaba a especificar los requisitos que exigía antes de prestarnos una nueva carrada de dinero, que invariablemente se iba por el sumidero de la corrupción y el populismo (como los millones de dólares chavistas que fluyeron en los últimos años, vía maleta diplomática, de Venezuela a la Argentina).

De no haberles pedido dinero, de no haber los latinoamericanos huido en masa de sus respectivas crisis económicas a Estados Unidos y el resto de países desarrollados, de no haber suplicado préstamos en los últimos cincuenta años, es poco probable que el FMI y las demás instituciones financieras centrales se hubieran molestado en indicarnos qué pasos debíamos dar para salir de la pobreza y la inestabilidad política, para no seguir mendigando y exportando población.

La verdad es que los latinoamericanos no estamos en posición de indicar graciosamente a los norteamericanos cuáles han sido sus errores garrafales. En Argentina, el grueso de la población sigue comprando dólares como si lo que se cayera fuera nuestra economía y no la del coloso del Norte.

Nuestros niveles de analfabetismo, mortandad infantil, producción y distribución de riqueza siguen siendo terriblemente inferiores a los de Norteamérica. En cuanto a los 700.000 millones de dólares que el Tesoro norteamericano quiere emplear en el rescate de su sistema –millones reunidos al calor del supuestamente fracasado sistema liberal–, no podríamos juntarlos con ningún sistema autóctono, con ninguna clase de esfuerzo, en las décadas venideras.

Que Norteamérica atraviese una crisis propia del superdesarrollo no significa que el subdesarrollo en el que nos arrastramos los argentinos desde el golpe de estado de 1930 tenga algo de meritorio. Somos los argentinos los que desde hace cincuenta años nos desesperamos por conseguir una visa y un pasaje para viajar a Norteamérica, no a la inversa.

Si, por un maleficio inimaginable, América llegara a caer, lo que nos aguardaría a la vuelta de la esquina no sería un mundo más libre, sino un planeta oprimido e inseguro. Un páramo al arbitrio de Ahmadineyad y Putin.

Lo que no he escuchado en las últimas semanas son voces solidarias con esa gran nación, Norteamérica, que en el siglo XX acudió por dos veces al rescate del mundo: para librarlo de la garra nazi y para proporcionar un remanso a los oprimidos por el oso soviético. Escucho diatribas, consejos retroactivos, burlas, pero no voces solidarias. Espero no resultar presuntuoso si apenas dejo oír la mía. Yo estoy con Norteamérica en este momento de crisis. Si América se derrumbara, se derrumbarían parte de mis sueños.

Deseo lo mejor a los líderes y al pueblo de Norteamérica. Y, con ingenuidad y esperanza, deseo de todo corazón que superen cuanto antes este mal momento. No me cabe duda de que las palabras de Roosvelt siguen siendo ciertas: la catástrofe no ha ocurrido; la fibra moral de la nación de la libertad sigue vibrando.

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