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José Vilas Nogueira

La protección del Padrino

Creo yo que la mayor desgracia, siendo tantas las que la afligen, de la democracia española es el carácter mafioso de nuestras organizaciones de partido.

La prensa de este domingo publica una fotografía del acalde de Getafe saludando a Zapatero, máximo líder de su formación. A mis ojos, la imagen evoca el carácter mafioso de nuestros partidos políticos. Desde luego, no es una impresión directa; sería arbitrario asociar esta foto con, por ejemplo, algún plano de El Padrino, de Francis Ford Coppola, probablemente la mejor película sobre gánsteres de la historia. Mi evocación requiere un conocimiento del contexto y presume que las relaciones de poder entre los miembros de bandas criminales permiten repertorios gestuales muy diferenciados.

Pedro Castro no dobla la rodilla para besar la mano del Padrino pero, de espaldas a la cámara fotográfica, tiende su mano hacia él, en busca del apretón cómplice que disuada a cualquier otro miembro de la banda de hacer méritos a su costa. Por su parte, Zapatero, tomado de frente por la cámara, le corresponde con sonrisa tranquilizadora, expresiva de un "no te preocupes, Pedro; seguimos confiando en ti". Cosas parecidas pasan igualmente en el Partido Popular, aunque en éste los modos externos son mucho menos sutiles y, por tanto, su análisis es poco gratificante.

Creo yo que la mayor desgracia, siendo tantas las que la afligen, de la democracia española es el carácter mafioso de nuestras organizaciones de partido. Supongo que habrá algún remedio para tan penosa situación. Pero difícilmente se encontrará si no se admite la existencia del mal. Sin embargo, las pocas veces que hablo con alguien aparentemente informado de nuestra realidad política y supuestamente interesado en promover el espíritu y las instituciones liberales, me sorprende su insensibilidad a mis críticas en este aspecto. Algunos son sumamente expertos en sofisticadas diferenciaciones entre "neocons", "neoliberales", "libertarios" y otras finezas americanas, cuya utilidad aplicada a España es más que dudosa; y sumamente pródigos en la atribución a sus conocidos de una u otra de estas etiquetas (lo que revela paradójicamente un espíritu gregario, típicamente socialista o comunista). Pero, cuando topa con nuestros partidos políticos, su liberalismo se desvanece por entero.

Por el contrario, imagino, un espíritu libre, con etiqueta o sin ella, debería, en la España de hoy, poner en el primer lugar de su agenda ciudadana el objetivo de acabar con el carácter mafioso de los partidos. Comprendo, desde luego, que esto es difícil, pues tanto el cumplimiento de la Constitución vigente, como su eventual reforma están en manos de los grandes partidos. E inventarse un Elliot Ness, con su equipo de intocables, para limpiar los partidos, sería remedio peor que la enfermedad. Pero creo que el camino debe comenzar por la tentativa de que, progresivamente, todos los electos mantengan un vínculo directo y personal con sus electores. En el peor de los casos, los cargos así dispuestos, funcionarían como los compartimentos estancos de los submarinos, permitiendo el aislamiento de la corrupción a sectores del cuerpo político. El proceso será largo pero si, poco a poco, se infunde en los ciudadanos la convicción de que su propia dignidad se opone a la delegación de su potestad electoral en los partidos, a lo mejor, finalmente, se consuma.

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