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El hombre nuevo

La tentación totalitaria de los gobernantes ha sido, y es, la ingeniera social. No se trata tanto de resolver problemas como de construir nuevas sociedades ideales.

Hace tiempo que sabemos que el final del proyecto comunista de crear un hombre nuevo terminaba en el mismo sitio donde empezó, el capitalismo, con un coste en vidas humanas que lo ha inhabilitado para siempre. Porque el problema es, entre otros tan descriptibles como despreciables, el tránsito; ese paso que comienza con un discurso emotivo y destructor, retrógrado y violento, colectivista y vengativo, y que encierra siempre una dictadura.

Aquellos proyectos de cambiar la sociedad transformando al individuo predicaban una nueva conciencia, costumbres, valores y hábitos que, una vez asumidos, trocarían de forma mágica los defectos en virtudes. Y como si se trataran de ilustrados dieciochistas, esos comunistas lo dejaban todo a la educación, que era así como llamaban al adoctrinamiento. La escuela lo cambiaría todo, mientras que los "errores" se solucionaban con la liquidación social o el eslogan, el discurso de la verdad oficial. No hace falta más que asomarse a la Cuba de los Castros, y escuchar muy atento: la dictadura se justifica por los "beneficios sociales" que comporta, como los falsos topicazos de la instrucción y la sanidad.

La tentación totalitaria de los gobernantes ha sido, y es, la ingeniera social. No se trata tanto de resolver problemas como de construir nuevas sociedades ideales, donde al conjunto unívoco de virtudes y al coro de la verdad les ha de acompañar el gobierno de los mismos. El "chiste" de Forges en El País lo ejemplifica muy bien: hay gente que protesta por una ley, o una sentencia, porque, dice, "no estudiaron Educación para la Ciudadanía". Qué triste.

Es cierto que la izquierda española de hoy no tiene como modelo educativo los momificados sistemas comunistas, y menos el cubano. El referente es Francia, y en concreto la Tercera República francesa. Pues sí. Aquel régimen del Ochocientos creyó que debía utilizar la instrucción pública, muy centralizada y férrea, para inculcar en toda la sociedad francesa los principios de la República. Porque en el último cuarto de su convulso siglo XIX aún quedaba en el país vecino, sobre todo en el mundo rural, un rescoldo importante de lo que había sido la Monarquía y el Imperio. Los republicanos pensaron que los conflictos de la sociedad francesa terminarían con una educación patriótica, laica y leal al régimen. El resultado ha sido –cerrando los ojos a la Francia de Vichy– que la República francesa ha sobrevivido, aún con grandes transformaciones.

La traslación al caso español no deja lugar a dudas: los conflictos en la España contemporánea se habrían paliado con una educación fundada en otros principios, métodos y contenidos. De aquí parte, como ha señalado José María Marco, la mitificación de la Institución Libre de Enseñanza. Pero el planteamiento es tan bello como equívoco. El objetivo que se propone una asignatura como EpC, la creación de ese "español nuevo", sólo es factible con un sistema educativo centralizado y controlado. España no es Francia (noticia); ni se trata ya de pasar de una sociedad propia del Antiguo Régimen o imperialista, a una moderna y democrática. Vivimos en un Estado democrático en el que las Autonomías están en continua expansión, en el sentido político, social y cultural; no en el proceso centralizador francés del XIX. Y tenemos diecisiete sistemas educativos distintos, no uno. La construcción del hombre nuevo a través de una asignatura, en una sociedad en la que la propagación de los valores y principios se produce por medios distintos a los del XIX, quedará en nada. Como decía Rick: "Tócala otra vez, Sam".

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