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José T. Raga

Un entusiasmo muy pasajero

Creo que se puede afirmar que, a la hora de hacer promesas electorales que desde el principio se sabe que no se podrán cumplir, no hay diferencias apreciables entre el sobresaliente graduado de Harvard y el normalito licenciado de León.

El entusiasmo es en lo psicológico lo que la fiebre en la defensa contra las infecciones. Uno y otro caso son signos evidentes de una falta de cautela en los cuidados paliativos, de la salud del cuerpo en el segundo, y de la salud de la mente en el primero. La cuestión reviste una alarmante gravedad cuando la mente se encuentra atormentada por mensajes procedentes de gentes sin mesura que sitúan su objetivo en el interés personal, y que están dispuestos a hacer cuanto sea necesario para conseguirlo.

No es necesario decir que estas gentes sin mesura abundan más de lo que una comunidad honesta puede tolerar; no por eso se reducen en número, ni siquiera atenúan sus argucias para que su presencia pase más desapercibida y menos aún despiertan su alerta para que lo que se perciba de ellas sean esos escasos trazos de honestidad que, no por excepcionales, son menos deseados. Y, como la ocasión la pintan calva, no podemos menos de fijar nuestra atención en esa izquierda moderna –quizá hay que llamarla así– que sigue siendo la izquierda de siempre, aquella que se ufana como toque de distinción en el mismo apelativo de "izquierda", sin enterarse de que las virtudes que se le atribuían por desconocimiento de su realidad –preocupación por lo social, compromiso con las gentes menos favorecidas, pacifismo, ecologismo, universalismo, etc.– están hoy totalmente desterradas, cuando no convertidas en vicios.

A qué izquierda me estoy refiriendo, se preguntará el lector. Pues la verdad es que me da igual, pues todas tienen un sello común. Los esperanzados gobiernos del felipismo, que resultaron ser un modo de religión sin Dios, se desvanecieron entre corrupciones, terrorismo de Estado, desempleo, déficit, carga impositiva y, en fin, favores a la acumulación de riquezas sobre los de siempre y, además, sobre los más cercanos. Porque, como bien se decía, "ya era hora que nos tocara a nosotros", si bien esto me lo decía un socialista de buena fe, que a duras penas podía acabar el mes con los salarios que recibía por su trabajo.

Aunque los hechos se producen con tal rapidez que hablar hoy de aquel señor González Márquez es poco menos que una extravagancia histórica, pues el espíritu conservador de las generaciones les impulsa sabiamente a llevar al desván las situaciones y recuerdos enojosos, que sólo sirven para entristecer a los bondadosos y frustrar a los perversos; estos últimos inmersos en un devaneo para averiguar qué hicieron mal para llegar a perder las oportunidades de seguir en el poder.

La historia, sin embargo, no acabó cuando el felipismo se dio por concluso. Años después, una nueva etapa se inició con el zapaterismo, planteado también como una religión, en este caso laicista-panteista –dioses abundantes representados por el aborto, por la indefinición del matrimonio, por los nacionalismos, por la mal llamada igualdad, por el adoctrinamiento de los jóvenes en lo efímero, sin prestar atención a lo sustantivo, etc.– siempre basada en promesas y muy lejos de los hechos reales. Pero, por lo visto, es el estilo de la izquierda de hoy. Y no sólo en España, sino que, salvando las distancias, también en los Estados Unidos de América la obamanía parece estar dando sus últimos coletazos en lo que a aceptación social se refiere.

Creo que se puede afirmar que, a la hora de hacer promesas electorales que desde el principio se sabe que no se podrán cumplir, no hay diferencias apreciables entre el sobresaliente graduado de Harvard y el normalito licenciado de León; dicho sea sin demérito para ninguna de las dos instituciones universitarias que, naturalmente, se sitúan ante la sociedad al margen de lo que puedan decir y hacer aquellos que oficialmente constan como formados en ellas.

Eso sí, las esperanzas con que en aquel país del otro lado del Atlántico recibieron al nuevo presidente parecen desvanecerse a una velocidad que contrasta con la pereza en la acción que distingue a nuestro país mediterráneo. Bien es verdad, en descargo nuestro, que la libertad de la que hasta ahora ha hecho gala la sociedad americana, sus medios de información y, sobre todo, la falta de prejuicio sobre el acontecer en la gestión de la cosa pública, le lleva a informarse y a actuar en conciencia; no en balde se llevan la mano al corazón con cierta frecuencia y penalizan el engaño y la falsedad, también en las promesas, como actitudes de personas sin conciencia y sin corazón.

¡Con las esperanzas que habíamos depositado en un presidente del Partido Demócrata! Y de veras que lo siento, porque el mundo precisa de un líder que lo saque del atolladero; un líder capaz de sembrar confianza y seguridad en el orden jurídico y en la capacidad de cada uno para aportar lo mejor de su hacer al bien de la sociedad universal. Los hechos han mostrado lo contrario: crecimiento desaforado del gasto público, que le llevará a triplicar, cuando sólo lleva dos meses en la Casa Blanca, el déficit que le dejó su predecesor George W. Bush, hipotecando con ello el porvenir de las nuevas generaciones de americanos; eso además de sacrificar ya, con mayores impuestos, a la generación presente.

Y a esto ¿cómo responden los sesudos de Harvard y los menos sesudos de León? Son coincidentes en la solución: mirar para otro lado y buscar un hecho que sirva de entretenimiento. En Estados Unidos, dada la escasa eficacia pública de retirar tropas de Irak, se pretende desviar la atención, eliminando el veto pre-existente, a la financiación pública, para la investigación con células madre embrionarias. ¡Cómo si fuera lo que más preocupara a los americanos de hoy!

En España, además de la nueva ley del aborto, se ha vuelto a un estribillo que se utilizaba ya en los años cincuenta: el asunto de Gibraltar. No quiero desmerecer lo más mínimo en mi sentido patrio, pero creo que no es tampoco lo más acuciante en una España con cuatro millones de parados. Además, ¿qué eslogan corearán ahora los jóvenes, cuando el vocablo "España" está poco menos que proscrito? En los cincuenta estaba muy claro: "¡Gibraltar, español!" Esa proclama, llevó a cerrar la verja con el Peñón, por cierto, con gran disgusto para los habitantes de las poblaciones colindantes. Hoy ¿quién podrá construir una nueva voz, con visos de unanimidad, para ser coreada?

Y es que los entusiasmos basados en promesas, como a éstas, se los lleva el viento.

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