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Juan Morote

Jugando a Casablanca

Se nos ha venido intentando vender la idea de que la ETA estaba debilitada, agónica, con una capacidad de matar casi residual. La bomba del viernes nos ha devuelto a la realidad: nos han estado mintiendo.

Un juego es un pasatiempo, un entretenimiento, un ejercicio lúdico del que no se desprenden consecuencias para la vida de las personas intervinientes. La lucha antiterrorista no es un juego, ni la policía puede convertirse en el juguete. La ETA acaba de asesinar a un ciudadano cuyo quehacer consistía en intentar garantizar la libertad del resto de nosotros. Con este asesinato, la ETA ha mandado un mensaje muy claro: sigue teniendo capacidad de matar y sigue teniendo capacidad de seleccionar a quién matar.

Se nos ha venido intentando vender la idea de que la ETA estaba debilitada, agónica, con una capacidad de matar casi residual. La bomba del viernes colocada bajo el coche de Eduardo Puelles, por el contrario, nos ha devuelto a la realidad: nos han estado mintiendo. Hasta aquí lo previsible, siempre que la ETA ha querido forzar la máquina de su negociación con el gobierno socialista lo hecho a base de depositar un muerto encima de la mesa de reuniones. Lo más duro es contemplar lo que ha acaecido tras el crimen. Hemos vuelto a ver a los aranistas del PNV ponerse de medio lado y, lo peor, negarle a la viuda el derecho a decir lo que siente, cuando son los cofirmantes del pacto de Estella con los peneuvistas los que le han partido el alma.

A estos del PNV les sale la vena fascistoide en cuanto se descuidan, y despachan el dolor y la desolación de Francisca Hernández, viuda de Puelles, con una displicente conminación al silencio. Ojalá todos los familiares de víctimas de ETA hubieran tenido el coraje y la posibilidad de hablar tan claro como lo ha hecho Francisca. Los aranistas no se han conformado con mandar callar a la viuda –o insinuar que estaba enajenada por llamar asesinos a los asesinos–, estos responsables de la falta de libertad durante treinta años en el País Vasco se permiten la desfachatez de amenazar a todos los que los critiquen imputándoles la generación de odio y división. Esto ya lo hizo Hitler con los judíos en los años treinta.

Y frente a este panorama, ¿qué hace el Gobierno? Básicamente el cínico. Se ha comportado igual que el comisario de la película Casablanca en el aeropuerto, pidiendo la detención de los sospechosos habituales. De este modo, han detenido a tres etarras que aún no habían atentado para de paso mantener una cierta apariencia de perseverancia en la lucha contra el terrorismo. Pero ya no les creemos nadie. El único gesto que devolvería cierta credibilidad al Ejecutivo sería la renuncia a la autorización del Parlamento para negociar con la ETA. Sin embargo, ni siquiera se lo han planteado. Aquí, como en Casablanca, fueron Estella, el Tinell o Perpignan los que marcaron el comienzo de una gran amistad.

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