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EDITORIAL

Rebelión en el pesebre cinematográfico

Mientras no se resuelva el verdadero problema del cine español, que no es otro que las subvenciones que el Estado le otorga anualmente, toda polémica entre los profesionales y políticos del sector no pasará de una pequeña refriega doméstica.

La orden ministerial que desarrolla la vigente ley del cine, firmada por el ex eurodiputado nacionalista Ignasi Guardans, hoy director del Instituto de Cinematografía y Artes Escénicas, ha provocado un gran malestar entre los beneficiarios habituales del dinero público por este concepto, que ven peligrar la cuantía de las subvenciones que hasta ahora venían recibiendo al margen de la opinión del público sobre su trabajo, el único criterio que una economía sana y una política honesta debería hacer valer a la hora de premiar el trabajo realizado por los profesionales de cualquier sector.

El documento elaborado por el Ministerio de Cultura se limita a introducir ciertos matices a la hora de evaluar la cantidad de dinero de los contribuyentes que ha de recibir cada producción, y eso es algo difícil de admitir por los integrantes de un sector habituado a vivir de la sopa boba estatal. En concreto, los cineastas "rebeldes" acusan al Ministerio de que la nueva normativa exige para poder ser subvencionada que la película cuente con una inversión mínima de dos millones de euros y que el número de espectadores supere los setenta mil en taquilla, cifra que a los firmantes del documento les parece "desmesurada" (sic), y con toda razón, dado el nivel de audiencia que el cine español viene cosechando desde hace largos años.

En su defensa, el director del ICAA afirma que se ha previsto una nueva línea de subvención para que el resto de producciones siga contando con el apoyo económico habitual aunque, atención, "lamentablemente no tengan el reconocimiento del público que merecen", frase que caracteriza por sí sola la nefasta visión política de unos responsables culturales, decididos a imponer su criterio sectario a despecho de las decisiones individuales de los espectadores.

Con todo, lo más revelador de esta polémica es que los productores y directores enfrentados con González Sinde y Guardans a cuenta del reparto de subvenciones les acusan de haber redactado una orden "más propia de un Ministerio de Industria que de uno de Cultura". En efecto, para ellos el cine español no es una industria que deba desarrollarse satisfaciendo de forma cada vez más eficiente las expectativas de sus clientes, sino una especie de impuesto especial que todos los contribuyentes debemos pagar para mantener a unos profesionales incapaces de competir en igualdad de condiciones a base de talento y esfuerzo.

Insistamos una vez más en que cualquier intervención estatal en un sector económico crea descoordinación social, encarece el producto, desincentiva a los verdaderos creadores capaces de conectar con el público y hace pagar injustamente a los ciudadanos por un servicio que no desean recibir. Mientras no se resuelva el verdadero problema del cine español, que no es otro que las subvenciones millonarias que el Estado le otorga anualmente, cualquier polémica entre los profesionales y políticos del sector no pasará de una pequeña refriega doméstica sin mayor interés para los verdaderos perjudicados, que no son ni los Coixet, Cuerda o Trueba, ni los Guardans o González Sinde, sino los ciudadanos, obligados a financiar de su bolsillo tanto despropósito.

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