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Gina Montaner

Un día sin Twitter

Ha llegado el momento de dejar mi trabajo y dedicarme de lleno a mis amigos virtuales. Soy un maestro de la reflexión condensada y resumida en un puñado de letras. Un sensei del Twitter Zen. Cinturón negro de la expresión abreviada.

Ocurrió el pasado jueves: Twitter, el servidor de moda, se vio afectado por un ataque informático que sumió en tinieblas a sus usuarios. Para los aficionados al formato de la estrofa virtual las horas de apagón cibernético fueron como siglos sin poesía. Un descenso al limbo de la incomunicación del pensamiento al vuelo. Creyeron agonizar junto al moribundo pajarillo cuyo breve arrullo (no más 140 caracteres) es el himno de la generación del Milenio.

Todo sucedió en el transcurso de tres horas que fueron como tres siglos de viaje al pasado. El temor al viejo correo electrónico o una aburrida conversación telefónica que inevitablemente derivaría en pormenores y detalles, sin posibilidad de transmitir un mensaje cifrado, el esbozo de un mero acto involuntario. Atenazados, de pronto, por un acto de terrorismo en la red que impide dibujar la efímera oda a lo cotidiano: estoy tomando un latte en Starbucks. Las aceras de Manhattan reverberan y los pies me arden. Ya no sé si Obama me sigue a mí o yo lo sigo a él. El chico que conocí anoche no me ha llamado y fui tan tonta que no le pedí el teléfono. Cuando vi 500 days of Summer recordé lo mal que lo pasé cuando me dejó aquella novia de la que me enamoré tanto. Mientras mis amigos veranean yo me pudro aquí, en esta ciudad sin estaciones y con truenos. Ya tengo 1000 seguidores en Twitter y otros 1000 en Facebook. Me siento universalmente amada. Ha llegado el momento de dejar mi trabajo y dedicarme de lleno a mis amigos virtuales. Soy un maestro de la reflexión condensada y resumida en un puñado de letras. Un sensei del Twitter Zen. Cinturón negro de la expresión abreviada.

Fueron 180 minutos de oscuridad y el verbo en vilo, a la espera de quedar registrado en el archivo temporal de Twitter, una suerte de dietario inalámbrico y móvil abierto a los millones de ojos de la aldea global. Al ave moribunda la sustituyó el símbolo de una ballena en apuros anunciando la inesperada zozobra. No había Greenpeace a la vista que pusiera a salvo el santuario y le quitara la mordaza a la tribu que deja constancia de cada uno de sus movimientos: no ha hecho falta renunciar a mi empleo porque me han echado tras descubrir que desde hace meses sólo me dedico a "tuitiar". Mi familia insiste en que soy un adicto y quieren quitarme el celular y el ordenador. Antes muerto. Ashton Kutchner me ha invitado a salir a espaldas de Demi Moore. Quién iba a decirme que un pajarito nos uniría. En Teherán han convocado una protesta. Estoy demasiado lejos. Les deseo suerte. Un loco en Pittsburgh anunció en su blog la masacre que iba a cometer. A veces me da miedo internet. Estoy tomando té en una pastelería y me viene a la mente que es el triste aniversario de la bomba atómica. Hiroshima mon amour. Siempre menos de 140 caracteres. La mente comprimida, volátil, etérea.

El mundo de Twitter se ahogó temporalmente como en un episodio de Batman, cuando la Ciudad Gótica está en jaque por una mala pasada del Pingüino y sus secuaces. Fueron tres horas de cómic en acción y los hackers haciendo de las suyas desde escritorios diseñados por Ikea. Así son los malvados de esta nueva era. El blanco fue una avecilla que por momentos pareció entonar el canto del cisne. Cuando ya la dábamos por muerta volvió a piar y de nuevo la red fue una orgía de haikus. Un homenaje a la instantánea del gesto. El poema colectivo de la nada.

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