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EDITORIAL

Gobernados por ineptos

La administración debe adelgazar y profesionalizarse, lo cual significa que nuestras libertades fundamentales no pueden depender de ningún político y que la gestión de los bienes comunes debe recaer en gente capacitada.

Los políticos concentran una enorme cantidad de poder, especialmente en nuestras sociedades modernas en las que el Estado ha extendido sus competencias hasta todos los ámbitos de nuestras vidas. Desde la determinación de nuestras pensiones y de nuestros derechos lingüísticos hasta la imposición de las condiciones de trabajo o de los estándares sanitarios, no podemos dar un solo paso sin que nos estrellemos contra alguna regulación, obligación o prohibición del Estado en alguna de sus muy variadas administraciones.

Como liberales somos conscientes de que es imprescindible exigir que el Estado se retrotraiga a sus competencias fundamentales: en esencia, la provisión de justicia, seguridad y defensa. Los Estados demasiado grandes tienden a ser tremendamente ineficientes, como bien sabe el refranero español cuando reza que "quien mucho abarca, poco aprieta". En el caso de España, es sencillamente incomprensible que el sector público se extienda a actividades tan variopintas y tan ajenas a la esencia de la res publica como son la producción y explotación mercantil del corcho o la fabricación artística del vidrio, ya que mientras nuestros políticos pierden el tiempo comprando y corrompiendo voluntades con el dinero público, descuidan sus funciones realmente importantes: ahí tenemos la pésima situación de la justicia española o la paupérrima dotación material de nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad.

Sin embargo, y aun cuando la reducción competencial de nuestros elefantiásicos Estados modernos sea la reforma más apremiante, tampoco hay que obviar que el sector público no puede funcionar adecuadamente si quienes lo dirigen carecen de la más mínima formación intelectual. No se trata de caer en el error de pensar que unos mandatarios más inteligentes puedan sustituir el complejísimo proceso de coordinación que representa un mercado libre, pero desde luego unos políticos más preparados serían menos nocivos para nuestras libertades y para la gestión de la estructura administrativa.

Ejemplos deplorables como los de la diputada Chamosa que, pese a su incapacidad para escribir una frase completa sin llenarla de faltas ortográficas, es la encargada de representar al PSOE en esa reforma de precisión cirujana como es la de las pensiones, son una perfecta ilustración de la degeneración completa en la que se encuentra el régimen partitocrático que nos ha tocado vivir. Pero Chamosa se trata únicamente de la expresión más folclórica de una enfermedad mucho más generalizada: los caricaturescos currículos de nuestros gobernantes en comparación con los del resto de países europeos.

Nuestros políticos han alcanzado tanto poder y tan elevada responsabilidad, no gracias a su formación y aptitud para desempeñar un cargo público, sino merced a su afiliación a un partido que reparte magistraturas como quien reparte caramelos. La administración debe adelgazar y profesionalizarse, lo cual significa que nuestras libertades fundamentales no pueden depender de ningún político y que la gestión de los bienes comunes debe recaer en gente capacitada; es decir, todo lo contrario de lo que sucede ahora. De mantener el actual modelo, quebrado por todos los costados, nuestra prosperidad y nuestro bienestar penderán de un hilo que cualquier alocado mandatario podrá cortar cuando le venga en gana. Ahora lo estamos padeciendo.

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