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Bernd Dietz

Meridionalidades

¿Sería imaginable expulsar a nuestros propios sátrapas? De camino, podríamos deshacernos también del virus de la mendacidad, el nepotismo, la cleptomanía y el resentimiento que corre por las venas de tantos.

Siempre ocurre igual. Pasó con el 23-F, el GAL. Pasa con los ERE de Andalucía y con la corrupción floreciente de quienes ostentan el mando. Pasará con el 11-M cuando se abra camino, venciendo las tutelas que nos vedan la añorada emancipación, la verdad. La incontestable verdad de los hechos, ésa que por sistema nos sustraen. ¿Cuál viene siendo la receta de nuestros prevaricadores endógenos? Lo primero es negar la evidencia, descalificar como calumniadores delirantes y como enemigos partidistas (traducido a idiolecto idiota, como rivales ideológicos) a quienes destapan la ignominia. Utilizando la prensa del régimen, la alegre intelectualidad subvencionada, la policía y el poder judicial (hasta donde se dejan, quienes se dejan) como cortafuegos. Después, conforme se torna más flagrantemente insostenible la mentira oficial, se busca minimizar el impacto: que si la cosa no es para tanto, que si en tal caso obedecerá a algún desliz bienintencionado, que si alguien pudo cometer un insignificante delito habrá sido por debilidad pasajera, traicionando la confianza de nuestros gobernantes protectores y la inocente civitas.

No cuesta encontrar voluntarios que ejerzan de chivos expiatorios. En un santiamén caerán los indultos y habrán acumulado por arte de birlibirloque esos santos pagadores un bonito patrimonio (cuya eficiente gestión podría perturbarse de mediar inestabilidad matrimonial: que cada machote dosifique apetitos y contenga a su Berlusconi interior, no sea que peligre el apaño societario; o acaben como aquel concejal de IU que por 30 euros se consolaba con una menor raptada). De remate, cuando ya todo hiede, sobreviene el escamoteo a lo Houdini, con rescritura del pasado, actualización de las trolas (académicamente hablando, la memoria histórica) y, sobre todo, reasignación de méritos y culpas, al objeto de que sigan en el machito los perpetradores, los listillos, los cuñados y las amistades, una vez se hayan autocondecorado por enésima vez como salvadores de la patria.

No muy diferente es lo que acaece con la tradicional amistad de nuestros progresistas y entorchados variopintos con las tiranías árabes. Aquí somos amigos, pero que muy amigos, sin reserva alguna amiguísimos (de compartir urbanizaciones y fiestas privadas) de los sátrapas más siniestros que medren sobre la faz de la tierra, va usted a compararlos con un Reagan, una Thatcher, un Bush o una Merkel, que encarnan lo peor del capitalismo, esa celebración luterana de la libertad individual, según nos han enseñado franciscanamente Roures o Cebrián, nuestros cruzados del bien (que, para probar que no se constriñen a la gauche caviar, de tarde en tarde franquean el acceso al torreón ebúrneo a una porcina representación de los zafios y las zafias). Amistad imperecedera que cesa cinco minutos después de que la CNN confirme su caída. Es decir, el instante en que empezamos a difundir la especie de que siempre nos opusimos a ellos, no sin la aconsejable discreción, mas con el insobornable norte de nuestro amor a la ética. Motivo por el que llevábamos tiempo boicoteándoles de tapadillo negocios petroleros, saraos culturales y premios de Fórmula 1, según consta a cualquier súbdito.

Bien, pues así dale que te pego. Donde no existe conciencia de la inadmisibilidad del mal (porque se considere que el único mal es que te puedan pillar con las manos en la masa y una cámara grabando), no puede caber arrepentimiento. Menos todavía enmienda. Es de cajón. Otrosí, contando con el photoshop, la prensa independiente de la mañana, el sacramento de la confesión y nuestra pizca de labia; y estando apalancados, no en la Suiza de Zwingli y de Calvino, sino en la España de Torquemada y de Carrillo, es sobremanera dudoso que pueda darse una percepción que resulte irreversible. Ni aunque se alcen montañas de muertos, destripados en una ficción ferroviaria, fusilados en Paracuellos o masacrados con misericordia por dar reposo a sus almas.

Esto no lo curamos tan deprisa. Hemos ido demasiado lejos en la escala del cinismo. Habría que empezar por aceptarlo, por abrirle un mínimo resquicio a la verdad, por experimentar una modesta voluntad de cambiar. El país tiene recursos de sobra para levantarse, muchedumbres de españoles decentes que cumplen, distinguen entre la abyección y la honradez y ambicionan otra vida. Bellas personas que se afanan, dignifican la estirpe y nos han hecho acreedores a la admiración del mundo exterior.

¿Sería imaginable expulsar a nuestros propios sátrapas? De camino, podríamos deshacernos también del virus de la mendacidad, el nepotismo, la cleptomanía y el resentimiento que corre por las venas de tantos. Quienes, no estando en la pomada, querrían estarlo, para mejor forrarse y resarcirse. Podríamos así dotarnos de una democracia sobria, transparente y librepensadora, sin violencia alguna, con la legalidad por principio. Vigorizando la sociedad civil, tan desvalida en este sur pamplinero y tiralevitas. En donde Gadafi o Ben Alí, compañeros de viaje progresistas, agitaron el espantajo de Al-Qaeda del mismo modo que Alfonso Guerra o Bono menean el de la extrema derecha, cada vez que se trata de impedir que queden en evidencia sus vergüenzas.

Qué conmovedora tragedia, contemplar a esos hermanos árabes arrancándose de la piel una costra de inveterada inmundicia tan entrañablemente amiga de nuestra propia costra. Pueden errar, naturalmente, y abrir la puerta a otro nivel de opresión aún peor. Riesgo que por ahora no corremos nosotros, abúlicos cabestros, incapaces de indignarnos bajo nuestro palio de santurronería infecta. Mas, ¿y si ellos y nosotros consiguiéramos dar un paso adelante, hacia el racionalismo ilustrado, la responsabilidad individual y unas instituciones sin prostituir?

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