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Bernd Dietz

Mi utopía me mima

¿Quién discutirá que en la vida real cobran de hecho presencia soñadores, creyentes o comunistas compasivos cuyos impulsos, además de emanar de la idea, comportan en ocasiones gestos munificentes que acarrean un bien?

La libertad se opone a la opresión como la emancipación al paternalismo. O como el escepticismo a la santurronería. O el librepensador que discurre a pecho descubierto a la secta que suministra discreta protección al iniciado. Aunque no cabe aventurar que el ciudadano corriente experimente predilección por lo primero sobre lo segundo, ¡quia! Cuando damos por sentado que la esclavitud es una indignidad aberrante, que por cierto lo es, olvidamos que dicha institución vertebradora, que todavía da juego en diversas regiones del planeta, ha acompañado en cualquier etapa a la humanidad, incluso en sociedades que admiramos por nobles o civilizadas. España, sin ir más lejos, país que ha alumbrado cimas de efusividad como la retórica epistolar de Ruiz-Mateos (ese piadoso marqués que tan congraciado aparecía ha nada con el tetrápodo Zarrías; a modo de cara B del aleonado Sandokán y su musa ecológica), no proclamó su abolición completa hasta el 7 de octubre de 1886, con incuriosas décadas de retraso respecto a Francia o Inglaterra. No escasos testimonios refieren que, más allá de crueldades, humillaciones e ignominias, hubo amos llevaderos y esclavos conformes. La célebre "Compañía Gaditana de Negros", por evocar una franquicia nacional, contaba con las bendiciones de los biempensantes. Los políticamente correctos de entonces, cuyos hermanos encubren hoy el 11-M. Como había en esa época esclavos que, por encontrar penosas la libertad o la manumisión, escogían voluntariamente someterse, suponiéndolo el mal menor. Igual que ahora.

Dictaminaba Malraux, como pregonaron igualmente con ardor filantrópico los aplaudidos Pablo Neruda o Rafael Alberti, que Stalin había devuelto la dignidad a la humanidad. Añadiendo el francés que, al igual que la Inquisición no había socavado la dignidad fundamental del cristianismo, los procesos de Moscú tampoco habían disminuido la dignidad fundamental del comunismo. Toma ya. Epifanía estupefaciente. Una deposición que elucida qué pinta el mal en la tierra, al demostrarse indisociable de la mentecatez prepotente. Mediante ecuación algebraica, porque retrata la fantasía que el cristianismo calcó del providencialismo judaico y del platonismo, junto a la quimera que el marxismo plagió del cristianismo. Intertextualidad genealógica. Socialismo científico. Seráfico humanitarismo redentor. ¿Qué moraleja extraemos nosotros, transeúntes de carne y hueso? Que lo que importa, lo exaltado, lo absoluto, lo laudable, lo salvífico, es la utopía. Mientras que cuantas burradas y estropicios se desprendan de su aplicación práctica, los millones de masacrados pudriéndose en sus fosas, el truco reiterativo de ir sumando nuevas fábulas y reinterpretaciones por parte de profetas y padrecitos, apenas suponen una contingencia menor, un efecto lateral, un gaje del oficio al preservar la supremacía de esos tenderetes taumatúrgicos, hegelianos o progresistas que enardecen el deliquio de abnegados poetas. Que todavía le rezan, serán tiernos, a la unidad de la izquierda.

¿Quién discutirá que en la vida real cobran de hecho presencia soñadores, creyentes o comunistas compasivos cuyos impulsos, además de emanar de la idea, comportan en ocasiones gestos munificentes que acarrean un bien? Sin embargo, que Hamas y el yihadismo talibán ejerzan caritativas actividades de socorro en zonas desdichadas del planeta, prestando consuelo a los afligidos, no nos permite convencernos de que su espiritualidad vaya a ser benefactora a largo plazo. Ni su credo epistemológicamente menos fantástico cuando hayan logrado sosegarse al estilo del catolicismo moderno. Rara vez los favores vienen solos. Ni gracias y mercedes salen gratis. ¿Acaso no empezó Jesús Gil haciendo cosas útiles por Marbella? ¿No levantó Hitler a Alemania, entregándole una magnífica red de autopistas? ¿No cuentan maravillas de la medicina cubana? Quien sea capaz de identificar el denominador común, que razone y proceda, por mucho que le acongoje, a despejar la ilusión. Aunque la asocie a la magdalena de Proust. A todo esto, son los enemigos del comercio (excelente título editorial de Antonio Escohotado), son los quijotescos detractores del mercado, quienes más apostólicamente predican la dadivosidad ilimitada. Que si lo público no es de nadie. Que si pillemos antes de que otros esquilmen las subvenciones para su parentela. Que si el odioso capitalismo implica competencia, crudeza, mérito y desigual recompensa. Que si en obedecer a las autoridades utopistas apañas tus necesidades.

Por lo demás, la frasecita de Malraux posibilita cuantas permutaciones puedan complacer a quienes ansíen autoengañarse y engañar justificando lo injustificable. Probemos. Así como las mentiras de Zapatero no empañan la veracidad fundamental de su democracia avanzada, el abultado enriquecimiento del matrimonio Kirchner no disminuye la honradez fundamental del peronismo. Al igual que la presumible homosexualidad de John Edgar Hoover no resta legitimidad fundamental a su homofobia, la falsedad de los Protocolos de los Sabios de Sión no invalida la causa fundamental del antisemitismo. Tal y como la proliferación de milagros y de apariciones manifiestamente espurios no atenta contra la fiabilidad fundamental de la religión, los numerosos casos de nepotismo y corrupción habidos no cuestionan la decencia fundamental del socialismo andaluz. Etcétera. Será por lavar crápulas y reciclar supercherías. Acaso falten siglos para llegar al epicureísmo spinoziano. O no lo consigamos jamás, por preferir la melosa sumisión, el corsé de la fe, el bonito escapismo utópico. Siendo así, adquiere sentido la alianza de civilizaciones, con su tarado do ut des (cada mochuelo en su olivo, malinterpretando al prójimo aposta), que es como resucitar la dignidad fundamental del pacto entre Ribbentrop y Mólotov, como pisotear a Uriel Acosta en farra comunitarista. Para qué la libertad, poseyéndonos un romántico ideal. Quienes no tengan bula para matar o embaucar por una idea, menudos indigentes filosóficos.

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