Todas las encuestas apuntan a una victoria del centroderecha, cristalizada en una coalición de gobierno liderada por Benjamín Netanyahu. Ciertamente, y sorpresas aparte, todos los indicadores políticos, económicos y sociales apuntan a ello.
El sistema electoral israelí favorece irremediablemente la formación de coaliciones de gobierno de grandes y pequeños. La característica más llamativa del mismo es su acusada representatividad. Mientras en España, por ejemplo, se necesita un 3% de los votos para obtener escaño, en Israel es necesario un 2%. Este porcentaje tan bajo busca una representación lo más amplia posible en un país formado, originaria y actualmente, por inmigrantes, provenientes de todos los rincones del mundo, con usos, costumbres, visiones e ideologías diferentes. Los arquitectos del sistema, atendiendo a los principios fundacionales del Estado, buscaban la unidad y el acuerdo como herramientas de futuro y permanencia en un país pequeño, cosmopolita y no deseado por sus vecinos.
Esta alta representatividad ha provocado que el Parlamento israelí (Knesset) sea, en demasiadas ocasiones, una jaula de grillos, y que nunca en la historia de Israel haya gobernado un partido en solitario, porque nunca ninguno alcanzó los 61 escaños, de 120, que se necesitan para obtener la mayoría absoluta. No obstante, el sistema ha funcionado tremendamente bien. Israel es un país rodeado de enemigos, en estado de guerra permanente, y pese a ello nació como una democracia, no ha sufrido ninguna regresión autoritaria – algo especialmente notable, teniendo en cuenta la importancia del Ejército, una de las instituciones centrales del Estado– y además ha conseguido prosperar económica, social y culturalmente.
El sistema, y sus requisitos para la formación de gobierno, favorecen a Netanyahu y a una más que probable alianza de partidos de centroderecha bajo su liderazgo.
En segundo lugar, los años de gloria laborista en Israel pasaron hace tiempo a la historia. Lo último que queda de ese emblemático laborismo fundacional es un anciano presidente que parece ya una figura monárquica (salvo cuando se suelta en You Tube). El escritor americano-israelí Daniel Gordis lo dice claramente en el Jerusalem Post: la izquierda israelí fue destruida en la Segunda Intifada, donde las esperanzas plasmadas en la idea tierras por paz quedaron sepultadas entre los escombros sanguinolentos dejados por los atentados suicidas de los terroristas palestinos. Gordis concluye sentenciando que los israelíes quieren calma y tener un futuro, y no más falsas ilusiones.
De hecho, la cabeza de lista del Partido Laborista, Shely Yajimovich, está utilizando los temas sociales y la economía como mensaje electoral y ha recalcado que quiere dejar atrás el debate clásico entre derecha e izquierda. En la misma onda está el exboxeador y famoso periodista Yair Lapid –hijo del mítico líder laico y superviviente del Holocausto Tommy Lapid–, que tampoco toca el conflicto en su campaña, sino que intenta atraerse a quienes participaron en las protestas ciudadanas que se han venido registrando desde 2011.
Las tendencias políticas de la actual sociedad israelí y la regeneración de la izquierda política no se pueden entender sin la Segunda Intifada y el terror que generó durante cuatro años. En este sentido, es revelador que, según la encuesta del Dahaf Institute, un 53% de los nuevos votantes vaya a votar centroderecha. Más de la mitad de estos nuevos votantes, niños durante la Segunda Intifada, apuesta por una opción política pragmática que le garantice seguridad y prosperidad económica. Así las cosas, y con Irán por un lado y la resaca islamista de la Primavera Árabe por el otro, la mayoría de los israelíes parece confiar más en Netanyahu que en cualquier otro líder. Incluso Haaretz, el rotativo de izquierdas por excelencia, reconoce que habrá una victoria clara del centroderecha.
A pesar del pesimismo con que analizan los israelíes el conflicto, el próximo Gobierno intentará buscar la paz, como han hecho todos los anteriores. Ahora bien, la frustración y la consecuente falta de ilusión se han traducido en el auge de líderes como Naftalí Bennet, líder de Habait Hayehudí (El Hogar Judío) y nueva estrella política de la derecha israelí, que se opone frontalmente a la creación de un Estado palestino.
Bennet está jugando bien sus cartas y tiene el objetivo de canalizar ese pesimismo sobre el proceso de paz. En este sentido, una encuesta reciente confirma que, a pesar de que el 71% de los israelíes apoya la creación de un Estado palestino, son aún más (73%) los que creen que un repliegue completo a las fronteras anteriores a 1967 no traería la paz.
En tercer lugar, durante estos últimos tres años Netanyahu ha sabido estar a la altura en determinadas circunstancias de gran importancia. Así, si bien su Gobierno es criticado por haber desoído las protestas de 2011 –las llamadas tent demonstrations–, el éxito y prestigio de la economía israelí sigue siendo formidable; sirvan dos ejemplos: Tel Aviv ha sido declarada el mejor ecosistema para emprendedores después de Silicon Valley, y la tasa de paro es del 5,8%. En diciembre de 2011 el primer ministro animó a la sociedad a manifestarse a favor de la democracia y en contra de actitudes extremistas de los ultraortodoxos de la ciudad de Bet Shemesh. Dos meses antes había conseguido su mayor logro como jefe del Gobierno: la liberación de Gilad Shalit.
El juego de las coaliciones postelectorales es todo un acertijo en Israel. Podrían formarse Gobiernos multicolor, con todas las combinaciones posibles; sin embargo, lo más probable es que una coalición de centroderecha, liderada nuevamente por Netanyahu, sea la que se enfrente a los múltiples retos que afronta el país: en el plano político, el desafío existencial del programa nuclear iraní, el reinicio del enquistado proceso de paz con los palestinos y la reorganización de una política de defensa tras las consecuencias de la Primavera Árabe; en el plano social, la modificación de la Ley Tal –que exime de ir al Ejército a los ultraortodoxos que acrediten estudiar en yeshivot (escuelas talmúdicas)–, y en el plano económico, el sostenimiento de la cultura de la innovación y el emprendimiento, por un lado, y por otro, la búsqueda de políticas para evitar el alza dramática de los precios en los sectores de la vivienda y la alimentación.