Thatcher, como el papa Francisco, evocó en su primera aparición al santo de Asís: "Donde haya discordia, ponga yo unión./ Donde haya error, ponga yo verdad". Recién elegida líder conservadora, escuchaba en un mitin a un correligionario defendiendo la tibieza para alcanzar el poder. Sacó de su bolso Los fundamentos de la Libertad de Hayek, lo interrumpió y, golpeando el libro sobre el estrado, exclamó:
¡Esto es lo que creemos!
Una década después detenía el declive de Inglaterra, fortalecía su economía y revitalizaba el empleo. Pero llegó a ser quien fue no por inteligencia o lecturas, sino por la seriedad educativa de un tendero religioso que no podía ofrecer agua caliente en casa. La austeridad, mejor maestra de lo que parece. Llegó al poder porque el modelo de inflación para garantizar el pleno empleo había quebrado la patria de Keynes. Obligada a pedir prestado al FMI, sufrió el invierno del descontento, según la manida metáfora shakespeariana. Desaprovechado el rescate, de la dantesca situación con huelgas de basureros y enterradores se desembocó en el thatcherismo. Ella lo explicó así:
La mayor división que esta nación haya visto fueron los conflictos de los sindicatos al final del laborismo (...). El movimiento sindical se encontraba bajo el diktat de sus líderes (...) Usaban su poder contra sus miembros. Los obligaban a ir a la huelga. Disfrutaban haciendo piquetes contra empresas no implicadas. Se manifestaban fuera de otras compañías en las que no había controversias, y las cerraban. Actuaban como luego en la huelga del carbón (...). Usaban su poder para tomar a la nación de rehén, (...) para hacer daño [al empleo], para impedir que la electricidad llegara a cada casa; electricidad, calefacción y luz para cada ama de casa, cada niño, cada escuela, cada pensionista. ¿División, dice; conflicto, odio? Ahí lo tenía. Fue eso lo que el thatcherismo, si lo quiere usted llamar así, intentaba impedir. No por arrogancia, para dar el poder a cada miembro normal, decente, honrado, de un sindicato, que no quisiese ir a la huelga. Ese era un conflicto. Ya no está. Otra cosa. Creo apasionadamente que la gente tiene un derecho, por su propio esfuerzo, a beneficiar a su propia familia, así que rebajamos los impuestos.
(...) Más viviendas familiares, muchos más ahorros en sociedades de créditos hipotecarios. Esto es construir una nación: que cada asalariado se convierta en accionista, que cada vez más personas sean propietarias de sus casas. No. Estamos deshaciéndonos de las divisiones. Reemplazamos el conflicto por la cooperación. Construimos una nación a través de una democracia con más amplios derechos de propiedad.
Tuvo el valor de sus convicciones, probadas por la Historia como benéficas, y que con Reagan y Juan Pablo II derrotaron a las tiranías. Encuentra así respuesta la aparentemente enigmática apelación a San Francisco: allí donde había conflicto puso paz y prosperidad. Algunos preferían, y prefieren, sembrar cizaña, buscando garantizar su supervivencia política a costa de la más repugnante de las demagogias contra los más humildes.