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José García Domínguez

¿Qué fue el franquismo?

Juan José Linz, el padre de la sociología española, nunca contó con excesivo aprecio en su país.

Fue el único intelectual español del siglo XX que, excepción hecha de Ortega y Gasset, tendría alguna influencia en el pensamiento occidental. El único. Y en la generalidad de la prensa local, las víctimas de las facultades de Periodismo han cubierto el expediente titulando que ha fallecido un galardonado con el Príncipe de Asturias, punto. Juan José Linz, el padre de la sociología española, nunca contó con excesivo aprecio en su país. La generación actual, la de los hijos de la Wikipedia, simplemente no sabe de su existencia. Por su parte, la anterior, la de los que aún leían, que también coincide con la del antifranquismo, desconfió siempre de su frío rigor académico, tan en las antípodas del proselitismo militante tradicional en el gremio. Al respecto, molestó –y todavía sigue molestando– su invitación a la precisión analítica a la hora de establecer una categorización de la dictadura. A Linz no se le perdonó –ni aún se le perdona– su renuencia a clasificar como fascista al Régimen.

Hace mucho tiempo que la voz fascismo dejó de designar a un sistema político concreto para convertirse en un simple insulto, una grosería más, otra arma arrojadiza de uso habitual en las tanganas retóricas entre tertulianos. Ya sucedía en tiempos de Orwell, quien escribiría sobre el particular lo que sigue:

Tal como se usa hoy tanto en las conversaciones como en la prensa, la palabra fascismo ha quedado totalmente desprovista de sentido. La he oído aplicada a granjeros, a tenderos, al castigo corporal, a la caza del zorro, a las corridas de toros, a Kipling, a Gandhi, a Chiang Kai-Shek, a la homosexualidad, a los albergues juveniles, a la astrología, a las mujeres, a los perros y a no sé cuántas cosas más.

En España, corrala siempre presta a los maniqueísmos binarios y a la brocha gorda, la distinción de Linz entre los Estados autoritarios (como el franquista) y los totalitarios es sutileza que causa desdén, cuando no irritación. Y sin embargo no resulta posible entender la naturaleza última de la época de Franco sin contemplar esa diferencia fundamental.

Los genuinos totalitarios, igual los fascistas que los comunistas, eran por encima de cualquier otra consideración ingenieros de almas. Su obsesión consistía en demoler todas las barreras que separan la vida pública de la privada. De ahí que su ideal de existencia tomase como modelo la permanente excitación del militante del partido único. Pese a compartir en sus inicios pareja estética, el franquismo nada tuvo que ver con semejantes fiebres utópicas. De hecho, postularía justo lo opuesto, esto es, el apoliticismo, la pasiva desmovilización de la población. Franco quería lectores del Marca, no gallardos escuadristas. Los quería y los tuvo, por cierto. Así las cosas, los totalitarismos se legitimaban por la raza, la sangre, la tierra o la redención del proletariado. El franquismo, por su parte, lo intentó con unas letras de cambio para que la clase media se pudiera comprar a plazos un Seat 600. Nada que ver. Por eso, si algo debemos los españoles al profesor Juan José Linz es el habernos señalado el camino para superar de una vez una incapacidad muy nuestra, la que todavía hoy nos impide asumir el pasado. Que la tierra le sea propicia.

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