En el valioso libro del embajador Ángel Ballesteros Contenciosos y diferendos de la diplomacia española (Cultiva, 2013) se da cuenta de una disputa hispano-lusa en torno a las deshabitadas Islas Salvajes (págs. 29-35). Se trata de un archipiélago situado entre las Canarias –a 165 kilómetros– y Madeira –a 280–. Son tres islas y doce islotes, con una extensión total de 2,73 km2. A ellas han llegado pescadores canarios y portugueses "desde tiempo inmemorial, pero no han arribado pobladores permanentes" por lo escarpado de los acantilados, la falta de agua potable y el suelo pedregoso" (pág. 30).
Cuando se analiza la acción de españoles y portugueses desde el siglo XIX –por ejemplo, sobre quién acabó construyendo un faro– se observa que la española ha sido mucho menos eficaz. Concretamente, Ballesteros señala:
Tras algunos incidentes, como la colocación por pescadores canarios de una bandera española y diversas protestas por violación del espacio aéreo por aviones españoles, en 1997, el Gobierno español, como resultado de las negociaciones para la integración total en la estructura militar de la OTAN, terminó reconociendo los derechos en superficie de Portugal sobre el archipiélago.
En el Diccionario Enciclopédico Espasa (Espasa-Calpe 1978), tomo 11, pág. 129, se lee: "Salvajes (islas) Geog. Grupo de islas de Portugal, en el arch. de Madeira, dist. de Funchal". Lo único que sostiene posibilidades para España es que las islas no estén habitadas. Eso es importante, porque "la legislación marítima internacional atribuye a cualquier tierra que sobresalga del mar 12 millas marítimas de control exclusivo para el correspondiente país soberano", pero si el peñasco está habitado le corresponden las famosas 200 millas marítimas de la Zona Económica Exclusiva. Como están más cerca de las Canarias que de Madeira, España se muestra "dispuesta a aceptar un círculo de mar territorial en torno a las Salvajes", pero con tangentes de las aguas españolas. Las dos interpretaciones chocan, porque existen “más de 150 kilómetros de distancia entre un límite y otro”, lo que se traduce en decenas de miles de kilómetros cuadrados de Zona Económica Exclusiva de diferencia (pág. 32).
Lo que se encuentra debajo de este diferendo es radicalmente económico. Además de ricos caladeros de pesca, pueden existir yacimientos petrolíferos, por lo que, para nuestra economía, la cuestión es de suma importancia. Pero según Ballesteros hemos desarrollado "una acción diplomática insuficiente, por emplear un eufemismo". La petición de Canarias de tener sus propias aguas territoriales dificulta "aún más las pendientes negociaciones". Ballesteros denuncia con dureza: “Mis argumentaciones no surtieron el menor efecto, entre el desinterés o la apatía o la indocumentación ministerial y en concreto de la Dirección General de Relaciones Económicas Internacionales, en similar medida a la de la Asesoría Jurídica Internacional”, mientras Portugal actúa basándose en el principio de los hechos consumados. La posibilidad de un condominio hispanoportugués, administrado por Canarias y Madeira, que parece deseable, se le antoja a Ballesteros “un tanto tardía” (pág. 35). Pero si algo se mejora, a esta denuncia se habría debido.

