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José Luis González Quirós

La Constitución merece una reforma

Nadie dice que vaya a ser fácil, pero será mejor que el vano intento de mantener en pie un edificio que se desmorona y amenaza con sepultarnos.

Nadie dice que vaya a ser fácil, pero será mejor que el vano intento de mantener en pie un edificio que se desmorona y amenaza con sepultarnos.

Los españoles somos particularmente proclives a incurrir en la confusión que tan acremente censuró Chesterton, a confundir la conservación con la inacción, con la mera pasividad, y cuando se hace eso es ilusorio esperar que las cosas se conserven, porque se deforman o se destruyen. La Constitución española de 1978 merece una reforma, porque constituyó un intento muy valioso de acabar con las contiendas civiles, y porque ha sido capaz de soportar unas décadas en las que no todo ha sido malo, y, como ese espíritu merece conservarse y fortalecerse, es lógico que se reforme un texto que ha envejecido más que sus intenciones.

Hay que evitar el error de echarle a la Constitución, o a la Transición, la culpa de errores cometidos muy luego, a veces anteayer mismo, de políticas muy equivocadas y revisionistas, pero también hay que reconocer que las décadas transcurridas nos enseñan algo que no sabíamos y hay que ser consecuente con lo que ya no puede discutirse. No es lo mismo hacer una Constitución cuando se pretendía abandonar un régimen autoritario que revisarla con más de tres décadas de experiencia sobre su funcionamiento, de modo que no sería sensato renunciar a retocarla, sin que eso signifique alterar el espíritu de tolerancia y pluralismo con que se comenzó a edificar la democracia y sin el que no podrá subsistir. En la negativa de muchos a reformarla se percibe miedo a la democracia misma, y el profundo error de considerar que la única manera de resolver los problemas políticos consiste en ignorarlos, puro franquismo apenas reciclado, tratando de refugiarse tras valores comunes para evitar la defensa de los propios, tal vez porque se carece de ellos.

Es evidente, por ejemplo, que todo el Título VIII merece una corrección de fondo, para no subrayar sino lo más obvio, lo que nadie osará negar. El Título VIII es el fruto de una apuesta fallida de la joven democracia española, y no sirvió para resolver el problema que teníamos, para garantizar la lealtad de los nacionalistas vascos y catalanes, mientras que ha servido para suscitar un problema que no teníamos, creando hechos diferenciales y supuestos derechos históricos que no son otra cosa sino insolidaridad disfrazada, a cuyo socaire se ha provocado el crecimiento de una clase política desmesurada, que, lógicamente, ha traído consigo un disparatado incremento del gasto público, más allá de lo que nadie habría osado imaginar. España se ha convertido en una selva burocrática, en un laberinto administrativo, se ha hecho pedazos, cuando más falta hacía, la unidad de mercado, se han debilitado las bases de nuestra unidad cordial y del patriotismo espontáneo de los españoles, lo que ha provocado un sentimiento de estupor, de rechifla y de desafecto en los ciudadanos capaces de mantener un mínimo espíritu crítico frente al cinismo de una clase política claramente excesiva y disfuncional.

No se trata de defender sin más el Estado unitario, que tiene cada vez más partidarios, sino de desactivar radicalmente el mecanismo político que ha conducido a una metástasis institucional tan grave, y que no es otro que la conversión de los partidos en pequeñas mafias ligadas al poder, de modo que, atentos únicamente a fomentar y mantener el clientelismo subvencional que caracteriza realmente el funcionamiento de nuestro sistema político, y contra lo que ordena la Constitución vigente, funcionan y se reproducen sin el menor atisbo de democracia interna, ahogando la democracia en su raíz. Es necesario, evidentemente, garantizar que los partidos políticos cumplan con su función y evitar que se conviertan en un obstáculo artificioso y antidemocrático en la vida política española, de modo que la nueva CE deberá atar más en corto este problema revisando, seguramente, algunos aspectos del régimen electoral.

Hay órganos, como el Tribunal Constitucional, que pueden suprimirse, porque, además de no haber estado a la altura de lo que de ellos se esperaba, han creado más problemas de los que han resuelto y bastaría con que una sala especial de Tribunal Supremo se encargase de cumplir lo esencial de su función. Por supuesto que será necesario fortalecer la independencia de los jueces respecto a los partidos, y, en general, garantizar el respeto al principio de división de poderes, sin el que la democracia, sencillamente, languidece y muere, que es el proceso en el que actualmente nos encontramos.

Nadie dice que la reforma de la Constitución vaya a ser fácil, pero, por difícil que resulte, será mejor que el vano intento de mantener en pie un edificio que se desmorona y amenaza con sepultarnos. Hay que reformarla porque no es un texto intocable, y porque hacerlo, y hacerlo bien, es la única forma de volver al espíritu de consenso que presidió su aprobación por una mayoría muy amplia de españoles. Los políticos tienen la obligación de recrear ese clima fundacional, porque no podemos seguir con una España en trance de ruptura, con una carrera en que se ha premiado la violencia y la deslealtad al interés común. Necesitamos volver a los valores que la Constitución quiso promover, la unidad, la libertad, la justicia y el pluralismo político, para que España pueda salir con brío de los problemas en que sus enemigos se empeñan en sepultarla.

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