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¿Suárez con Mas? Ni muerto

Que Pujol o un autómata como Mas reivindiquen a Suárez expresa con mucha más claridad que cualquier crítica hasta qué punto resulta amoral la política.

Lo de Mas y Pujol en el velatorio del presidente Suárez es como lo de pariente pesado de casi cualquier funeral, el tipo que irrumpe en la pena y el recogimiento ajenos y le suelta a la viuda un exabrupto del tipo ¿qué tal, cómo lo llevas?, es ley de vida, te acompaño en el sentimiento, nos puede pasar a cualquiera (sin duda): son coletillas habituales, más frecuentes de lo que cabría pensar. El dolor, teórico o real, lo disculpa todo, desde las reacciones intempestivas a la curiosidad malsana, la del mirón de tanatorio, otro abundante especimen macabro. Y ningún funeral sale bien del todo, como en parte es lógico. La ceremonia de la muerte en el mundo mediterráneo contiene códigos y patrones muy complejos, significados de orden práctico y de naturaleza espiritual, ritos, mitos y reglas que hay quien se empeña en ignorar o despreciar con ruin contumacia. Todo el mundo lo ha visto, y más de una vez.

En la vida pública, cuando los funerales son algo más que una familia envuelta en su tragedia, la hispánica institución de las plañideras está mejor que bien representada, con lo que las pompas fúnebres dejan de ser una ceremonia y se convierten en un espectáculo, inevitablemente desagradable, entre lo paleto y lo mendaz. Y si el finado fue político, el esperpento adquiere tintes dantescos. La naturalidad con la que son capaces de convertir un velatorio en un mitin provoca auténticos escalofríos, por mucho que la política contenga más dosis de hipocresía, falsedad e impostura que de honradez, dignidad y compostura, virtudes de por sí escasas. Que Pujol o un autómata como Mas reivindiquen los valores suaristas del diálogo, el consenso y el coraje con Suárez de cuerpo presente expresa con mucha más claridad que cualquier crítica hasta qué punto resulta amoral la política. La ventaja de que el muerto no les pueda llevar la contraria no es excusa para mostrar un mínimo de respeto por el cadáver todavía caliente del que fuera presidente de todos los españoles, una auténtica rareza.

Nadie en puridad puede reivindicar el legado de Adolfo Suárez. No hay un partido detrás, ni un sucesor en política. Pero menos que nadie Pujol y su delfín Mas, que si algo encarnan es todo lo contrario a la audacia, la inteligencia y la empatía con las que Suárez transitó por sus más que adversas circunstancias, en lo político y en lo personal. Sugerir que Suárez estaría a favor de la consulta separatista y que la legalización del Partido Comunista o el retorno de Tarradellas y la restauración de la Generalidad así lo demuestran delata hasta qué punto desprecian la realidad y hasta qué grado están dispuestos a distorsionar los hechos, la Transición y la historia de España.

Una vez amortizado para la política, Suárez asistió a su propio funeral, una combinación de traiciones, ninguneos y desgracias personales cuyo último acto fue la enfermedad de alzhéimer: olvido, miedo, dolor, angustia y la invalidez más absoluta que quepa imaginar. Muerto en vida. Un mínimo de compasión debería bastar para no convertirlo ahora, tantos años después, en el presidente que no habría sido jamás. Porque jamás se hubiera sentado a dialogar con unos tipos que pretenden tomar el aeropuerto de El Prat, como quedó claro el 23-F. Ni muerto.

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