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José Luis González Quirós

Banqueros y otros sospechosos habituales

La izquierda española está acostumbrada a ganar todas las batallas culturales porque la derecha no sabe hacer otra cosa que dedicarse a 'la gestión'.

La izquierda española está acostumbrada a ganar todas las batallas culturales porque la derecha no sabe hacer otra cosa que dedicarse a 'la gestión'.

Casi todo el mundo cree saber lo que es el poder, pero los poderosos se ocupan habitualmente de despistarnos, de forma que la verdad al respecto es un poco huidiza. Los poderes son muy diversos, todo el mundo tiene alguna clase de poder, pero un mito muy querido por la izquierda afirma que en la cúspide de todo poder concebible, y muy por encima del poder político, se enseñorea un poder especialmente maligno, el de los bancos y el mercado financiero. Convencer al pobre de que la culpa de sus desdichas la tiene alguien muy rico no es una misión imposible y de ella vive, bastante bien, más de uno. Esta mitología es especialmente creíble para el público al que se dirigen sin ninguna clase de rubor los nuevos telepredicadores de la izquierda española que, efectivamente, cumplen con algunas de las características básicas de ese género de embaucadores: exhiben una apariencia aseada y un verbo torrencial en el que los argumentos se encadenan con tanta fluidez como inconsecuencia.

En este escenario panglossiano, aunque a la inversa, ha triunfado con amplitud una doble bobería realmente pasmosa: por un lado, la idea de que la crisis inmobiliaria española se debió a los bancos alemanes (es decir, a la Merkel, que es la personificación del mal en este universo surrealista y cañí), de manera que, a su entender, habría que no devolver la deuda pública generada por esa causa; una segunda pretensión, no menos falsa, es la de que los ciudadanos estamos pagando las consecuencias de una crisis bancaria española, pero ya veremos que no hubo tal.

La izquierda española está acostumbrada a ganar todas las batallas culturales, entre otras razones porque la derecha no sabe hacer otra cosa que dedicarse a la gestión, y ha olvidado hace tiempo que las ideas tienen valor, de forma que ha decidido prescindir del pensamiento a la hora de hacer política. De manera un tanto paradójica, cierta derecha se ha hecho marxista y sólo se preocupa del dinero y los negocios, así que piensa que la historia, la filosofía, el derecho, la política y la cultura nada valen frente a un buen master en una escuela de relumbrón. Consecuentemente, cede y cede en todas las batallas de principio, porque adopta indolentemente y con abundosa ignorancia el lenguaje que le impone su adversario. Es asombroso oír a líderes de la derecha hablar de crisis bancaria española, cuando aquí la crisis que ha habido ha sido la crisis de las cajas, una especie de banca pública gobernada desde los noventa por los partidos y los sindicatos, en cuyo exclusivo mérito hay que anotar el haber conseguido arruinar instituciones que habían funcionado bien durante más de dos siglos y con todo tipo de regímenes, incluida la democracia del 78, hasta la ley felipista y el copo cajero.

Esta responsabilidad directa de los partidos en el desaguisado explica que hablen todos de crisis bancaria, como si la culpa fuera de los Botínes y no de los políticos y politiquillos metidos a banqueros. Por cierto, que el PP ha batido todos los récords de responsabilidad en esa crisis, pues han sido políticos de esa enseña los responsables de la quiebra de más de un setenta por ciento de las cajas, aunque tampoco se pueda olvidar la responsabilidad del PSOE, de IU, de UGT y de CCOO. De manera que cuando un dirigente del PP hable de la quiebra bancaria no mostrará mera ignorancia sino una desinteresada solidaridad con los responsables directos del desastre.

Es esta necesidad de disimulo lo que ayuda a comprender que el PP compre la terminología de la izquierda, con tal de salvar sus posaderas, pero el precio que se ha de pagar en términos de cultura política es demasiado alto: tener a los españoles mal informados y seguir abonando la idea de que la solución haya de venir por la izquierda. Decía don Marcelino Menéndez y Pelayo, que no era ningún analista financiero, que cuando un pueblo viejo renunciar a su cultura se extingue la parte más noble de su vida y cae en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil. Es lo que sucede, que las políticas y los discursos del PP abonan la necesidad de un mayor control público, pese a la evidencia de que ese tipo de control ha sido la causa directa de pérdidas de miles de millones de euros que sí hemos de pagar entre todos.

El PP no ha hecho nunca nada por combatir la idea de que pueda existir una máquina de imprimir dinero, por hacer comprender a sus votantes que ni un solo euro de gasto público viene de otra parte que de sus bolsillos, salvo el que tenga que venir de los pobres bolsillos de nuestros nietos para soportar el inmenso crecimiento de la deuda que el Gobierno ha promovido sin pensar ni por un instante en lo que habría que hacer para cortar esa espiral funesta. Mejor dicho, el PP si lo hacía cuando proponía a su electorado reformas tímidamente liberales, pero una vez en el poder se ha comportado como si el único modo serio de hacer política fuese subir impuestos y no tocar para nada el gigantesco sistema de dispendios públicos que cobija a los grandes partidos y a sus clientes políticos. Bien está, pues, que una gran parte del público siga echando la culpa a los sospechosos habituales, que ya se encarga Rajoy de hacer ver que sus relaciones con esos poderes malignos son muy circunspectas y distantes.

Con el argumento de que los problemas se generaron antes de su llegada, y con la retórica de la crisis bancaria, Rajoy se ha aprestado a celebrar la ceremonia de la continuidad política, presumiendo, si acaso, de hacer algo mejor las mismas cosas, pero sin importarle ni poco ni mucho que los españoles comprendan nada de lo que ha pasado: lo único que le interesa es que le sigan votando y para eso es siempre mejor que la culpa la tengan otros. No sé si es consciente de que ha seguido el consejo de otro gallego sobre lo escasamente recomendable que es meterse en política.

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