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EDITORIAL

El adiós a Rubalcaba del nefasto arriolismo

Los votantes del Partido Popular no tienen nada que agradecer a Rubalcaba, a pesar de que sus representantes le hayan dedicado una ovación antológica.

La retirada voluntaria de la política anunciada por Alfredo Pérez Rubalcaba culmina un periodo de cambios vertiginosos iniciado con las elecciones europeas del pasado 25 de mayo. El varapalo espectacular recibido por el PSOE esa noche fue demasiado incluso para alguien como Rubalcaba, que ha hecho de la supervivencia en los tiempos más oscuros de la política española todo un arte, como puede comprobarse a poco que se examine su trayectoria. Pocos políticos en nuestro país han resultado más nefastos que el todavía secretario general del PSOE, y probablemente ninguno ha exhibido la falta de escrúpulos y la facilidad para las componendas entre bambalinas que Rubalcaba. No resulta extraño, por tanto, que el PP de Rajoy lo despidiera en el Congreso de los Diputados con una ovación antológica, para bochorno de la inmensa mayoría de sus votantes que conoce bien la biografía política del ovacionado.

Rubalcaba ha estado veintiocho años en la política y todos ellos haciendo el mal, unas veces desde el Gobierno, otras en la oposición y siempre al frente de las operaciones que más han deteriorado la salud de la nación y la convivencia de los españoles. Felipe González lo situó hace casi tres décadas en la secretaría de Estado de Educación, puesto desde el cual colaboró decisivamente a instaurar la reforma educativa responsable del desplome de la enseñanza pública española. En premio a sus desvelos por acabar con la posibilidad de que los hijos de las clases menos pudientes progresaran a través de una educación pública de calidad, González se lo llevó a la Moncloa para convertirlo en portavoz de su Ejecutivo inmerso de lleno en el desvalijamiento sistemático de las arcas públicas y el crimen de Estado. Allí Rubalcaba cumplió con creces con lo que se esperaba de él, haciendo todo lo posible para defender a los delincuentes que se sentaban junto a él en el Consejo de Ministros y sus más fieles allegados.

Su absoluta falta de consideración con los usos democráticos permitieron a Rubalcaba organizar la maniobra de tintes golpistas del 13 de marzo de 2004, en la que desde los altavoces mediáticos controlados por los socialistas se organizó el acoso sistemático de las sedes del partido rival, con los cadáveres de 192 compatriotas asesinados en el mayor atentado terrorista de nuestra Historia todavía calientes. En esta ocasión el presidente socialista del momento lo premió con el ministerio de Interior y la vicepresidencia del Gobierno, puestos desde los que participó decisivamente en la rendición ante la banda terrorista ETA con episodios de la gravedad del chivatazo del Bar Faisán.

Pero en la hora del adiós de uno de los personajes más dañinos de la política española parece haber pesado más el miedo a lo que puede venir por la izquierda en el propio PSOE, más aún con la existencia de formaciones radicales antisistema como las que han eclosionado en las pasadas elecciones al Parlamento europeo. Se olvida, sin duda interesadamente, que Rubalcaba es precisamente el gran responsable de la debacle del PSOE, razón fundamental que explica la radicalización de sus postulados y el surgimiento de otras opciones de extrema izquierda con el éxito que todos estamos viendo. Zapatero y Rubalcaba al frente del partido socialista han alfombrado el camino para este radicalismo totalitario, con su gestión económica desastrosa y su empeño en dividir a los españoles con medidas de orden social a cual más sectaria. Lamentar su salida de la política, como si Rubalcaba fuera la solución y no la principal causa de este sectarismo izquierdista, es un contrasentido que sólo se explica por el interés de los dos grandes partidos en mantener la situación actual de cómoda alternancia en el poder de que han disfrutado en las tres últimas décadas.

Los votantes del Partido Popular no tienen nada que agradecer a Rubalcaba, salvo el gesto de que jamás se le ha acusado de haberse aprovechado de la política para su enriquecimiento personal. Pero este reconocimiento obligado, tan poco común por desgracia en nuestra clase política, no justifica los ditirambos que los dirigentes del PP y su grupo parlamentario no dejan de dedicar al personaje que más ha perjudicado a sus votantes y, por extensión, a todos los españoles, siguiendo la tradicional estrategia impuesta por los asesores aúlicos con que cuenta el Partido Popular.

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