Curzio Malaparte publicó en París 1931 un libro que causó un tremendo impacto político en el escenario europeo y cuya polémica le acabó arrastrando dramáticamente: se titulaba Tecnica del colpo di Stato (Técnica del golpe de Estado). En esta obra, el controvertido escritor, periodista y diplomático italiano analiza y disecciona con precisa profundidad, capítulo a capítulo, diferentes golpes de Estado, exitosos o no, que se sucedieron en Europa, desde el 18 Brumario (9 de noviembre de 1799) de Napoleón Bonaparte, pasando por los de Luis Bonaparte, Lenin, Trotski, Kapp, Primo de Rivera, Pilsudski, Bela Kun, hasta la llamada Marcha sobre Roma de Mussolini, en octubre de 1922, que supuso el final del sistema democrático parlamentario y el inicio del régimen fascista en Italia.
El libro no constituía un manual del buen golpista (aunque de él se pueden extraer ideas), como parece indicar su título, y no era tampoco únicamente una historia del golpismo, sino que era esencialmente un ejercicio teórico en el que Malaparte intentaba enseñar a los defensores de la libertad –en un momento en el que las democracias estaban amenazadas por movimientos tanto de extrema derecha como de extrema izquierda–, mediante el análisis de casos concretos, el modo de interpretar los acontecimientos y la lección que de ellos debe extraerse para proteger a las democracias liberales de sus enemigos, que aprovechándose de los mecanismos democráticos pretendían su disolución, e "impedir que los sediciosos se hagan con el poder".
Cito a Malaparte porque, si hubiera sido nuestro contemporáneo, no tengo ninguna duda de que hubiera incorporado lo sucedido este 9 de noviembre en el Parlamento de Cataluña a su relación y análisis de golpes de Estado.
Porque este lunes se ha aprobado en la Cámara catalana una resolución que proclama "el inicio del proceso de creación del estado catalán independiente en forma de república", “la apertura de un proceso constituyente para preparar las bases de la futura constitución catalana”, “el inicio de la desconexión de las instituciones del Estado Español”, desobedeciendo su ordenamiento jurídico y sus tribunales, e iniciar el desarrollo de “estructuras de estado” que en 18 meses permitan la independencia de Cataluña.
Es decir, una declaración unilateral de independencia, con unos efectos diferidos en el tiempo, cierto, pero una declaración de independencia que para cualquier demócrata no contaminado por la venenosa y tóxica semántica separatista es un golpe de Estado en toda regla contra la democracia española.
Un golpe de Estado que fue teorizado y anunciado de palabra y por escrito con anterioridad por el separatismo y que ha sido perpetrado por 72 diputados que representan al 48% de los votantes de Cataluña. Volver a analizar la palabrería que articula el discurso de los golpistas institucionales a través de la resolución aprobada sería un ejercicio inútil. Esta resolución solo tiene una única interpretación política: un golpe de Estado institucional.
En la sesión de este lunes por la mañana se aprobó el qué y el cuándo. Por la tarde empezó el proceso para decidir quién deberá liderar el cómo, con un Artur Mas que salió al atril a desarrollar pormenorizadamente el guión golpista con la esperanza de ser nombrado generalísimo del proceso este martes. La votación sobre la investidura de Artur Mas puede crear una extraña paradoja, que aquellos que desde los opuestos convergen en la sedición no coincidan en el caudillo que debe liderar la ejecución práctica del mismo. Personalmente, creo que esto es indiferente. El hecho ya se ha producido, y la respuesta debe ser inmediata y servir como mensaje claro que prepare y anticipe las siguientes.
Puede que este sea un golpe de Estado vodevilesco, más grave que serio. Pero el infantilismo político del separatismo, su vacuidad intelectual, su impostada verborrea terminológica no debe hacernos perder de vista la gravedad de su amenaza. La pervivencia de nuestra democracia pasa por la respuesta que dé a este desafío. Desgraciadamente, en nuestro país estamos viviendo un momento histórico en el que a los defensores de la libertad y la democracia nos toca defenderlas de sus enemigos, ahora y aquí identificados con el separatismo. El Estado de Derecho no puede dudar ante la respuesta que debe dar. Debe ser firme y proporcional. Pero también contundente. Aquellos que aprovechan la democracia para dinamitarla deben sufrir las consecuencias que ese ataque entraña. La propia esencia y pervivencia de nuestro Estado de Derecho está en juego.
Curzio Malaparte nos enseñaba a identificar los signos. Algunos no leyeron sus enseñanzas ni hicieron caso de las advertencias de aquellos que venimos identificándolas desde hace años. Ya no podemos volver atrás, porque los separatistas han llevado la teoría a la práctica. Pero ahora no es el momento de dudas. Los que buscan su supervivencia política desde la independencia deben saber que con la convivencia y las libertades no se juega, y que nuestra democracia se movilizará sin fisuras, desde el Estado de Derecho, para garantizarlas.
Algunos llevan demasiado tiempo recordando a Bartleby, escondiéndose tras su "preferiría no hacerlo" para no afrontar a sus responsabilidades. Yo preferiría que el mensaje de nuestra democracia diese a los golpistas fuese: “No dudaremos en hacerlo”.
Porque, como decía Albert Camus, "la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas".