
Consumada la investidura de Carles Puigdemont como presidente de la Generalidad, la política catalana ha entrado en fase de letargo. Se hacen y se dicen las estupideces de siempre, pero Iglesias, Sánchez y Rajoy han acallado con sus maniobras, manejos y requiebros el crepitar catalán. La política regional es un estrato inferior, aunque Madrid influye más que manda en Cataluña y hasta que no haya presidente o elecciones el separatismo aguarda agazapado.
Si repite Rajoy o se inviste presidente a alguien del PP, Puigdemont y Junqueras reactivarán con renovados bríos el desafío contra España. Si Sánchez e Iglesias se montan un tándem, harán lo mismo pero en la confianza de que un referéndum pactado salve al nacionalismo de su propia trampa de balconada, desobediencia y martirio ante el Constitucional. Y en el caso de que se repitan los comicios ERC y Convergencia aprovecharán el vacío institucional para dar unos cuantos pasos más en su proyecto de ruptura. De momento, nadie les ha parado los pies y los diques a su paso son meras declaraciones sin contenido práctico.
Los nacionalistas catalanes cruzan los dedos para que España entre en una fase de desgobierno, que los líderes nacionales sucumban a sus intereses personales, que orillen la cuestión catalana y se entreguen a una bronca verbenera que justifique los desvaríos sobre la necesidad de un Estado propio para Cataluña y sobre la supuesta inferioridad congénita, endémica e indiscutible del resto de los españoles.
Ahora callan, se pelean entre ellos, debaten si la hoja de ruta implica dieciocho meses o media legislatura y marcan el territorio con nombramientos que responden a una lógica de reparto del botín. Cumplido el trámite de evitar nuevas elecciones autonómicas, sopesan el cuero de los sillones de mando y el tacto de cartón piedra de los falsos muros del Palacio de la Generalidad. Disfrutan del panorama, toman las medidas de los despachos y afilan las hoces. Como en Walking Dead, un extraño silencio precede al ataque.
