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Cristina Losada

El mundo es un asco, ¡qué vergüenza!

Somos malos, egoístas y no tenemos remedio ni salvación. Y, sobre todo, que no queremos que nos remedien ellos, los exhibicionistas de la virtud.

Desde que estoy en Twitter, leo cada día, cada hora y, a veces, cada minuto alguna expresión de indignación moral. Muchas terminan con la exclamación "¡vergüenza!", dejando claro de qué se trata: avergonzar a alguien por lo que ha dicho o ha hecho y, de entrada, señalarlo con el dedo. Los insultos directos también abundan, pero el señalamiento es más eficaz por insidioso. En lugar de bajar a la refriega tabernaria, el que señala al infractor lo hace desde las alturas de una superioridad moral que da por incontestable. Y es incontestable justo porque denuncia al infractor. El virtuoso se confirma como tal al reprochar la bajeza del otro, al presentarlo como una vergüenza para la comunidad e incluso para la humanidad.

Los intercambios desiguales de los que hablo siempre tienen que ver, de una u otra manera, con la política. La discusión política se desplaza con frecuencia pasmosa del terreno racional, empírico y discutible al terreno emocional, moral e indiscutible. Es quizá el reflejo de una disposición humana que, como dice el sociólogo Paul Hollander, ha sobrevivido a la modernización y a la secularización: el impulso a ver el mundo como el escenario de una batalla entre las fuerzas del bien y las del mal. A la pequeña escala cotidiana, ese es el impulso que guía a, y aprovechan, todos los que pululan por las redes dando lecciones de rectitud moral y señalando a culpables de esto o de lo otro.

Muchas veces, los culpables somos todos. Hay pecados colectivos que llevan a esta nueva raza de predicadores que nos ha tocado padecer a mesarse los cabellos, rasgarse las vestiduras y darse golpes en el pecho. En realidad, se dan golpes en el pecho por nosotros, por los que andamos por ahí sin tanta conciencia de los males del mundo como tienen ellos. Cualquier infortunio, cualquier injusticia, cualquier sufrimiento de los que se tiene noticia (sin noticia no hay caso) excita el celo de estos virtuosos, que al denunciar nos echan en cara lo malos, lo egoístas, lo poco solidarios y lo poco humanos que somos. Pueden hacerlo en primera persona del plural, incluyéndose, aunque es puro disfraz retórico, y entonces es el mundo el que es un asco.

No hace mucho leí una entrevista con la periodista Rosa Montero en la que decía algo que me pareció representativo de esa actitud:

La indignación de la gente es lógica y, sobre todo, su desesperación. Yo misma me siento desesperada, es que no sé qué se puede hacer, es muy difícil vivir la vida que vivimos. El ser humano se adapta a todo, pero vivir la vida normal y saber que están pasando estas cosas lleva a la desesperación.

Ah, ¡si no las supiéramos! Inmediatamente antes, la periodista hablaba de los refugiados e inmediatamente después de los desahucios, pero la suya era una declaración general que haría, seguramente, fuesen cuales fuesen los problemas concretos. Los virtuosos suelen elegir los problemas que les preocupan de entre aquellos sobre los que ponen el foco los medios. Una temporada son problemas noticiados los refugiados y los desahucios. En otro momento lo serán el hambre, la pobreza o una guerra a la que no hacemos caso y no resolvemos. Nunca faltan calamidades ajenas de las que lamentarse, pero ¿es necesario exhibir que uno las lamenta más que nadie o como el que más? ¿Por qué ese empeño en hacer creer que uno pasa las noches en vela acongojado por la suerte de los refugiados, los desahuciados, los pobres o los hambrientos? ¿Y no es curioso que estas exhibiciones de buenos sentimientos las hagan tantas veces personas que han tenido éxito, justo aquellas a las que les ha ido bien en la vida? ¿Querrán hacerse perdonar su buena suerte?

Tal vez. Estas dos formas de indignación moral, la de los justicieros a la busca de infractores y la de los que cargan con los males del mundo, son menos altruistas de lo que parecen, si es que lo parecen. La exhibición de virtud no es virtuosa, digamos. De hecho, un estudio publicado hace unos meses en la revista Nature, resumido aquí, concluía que, aunque no se fuera consciente de ello, "expresar indignación moral puede servir como una forma de publicidad personal: se confía más en las personas que invierten tiempo y esfuerzo en condenar a aquellos que se comportan mal". En otras palabras, manifestar indignación moral es una manera de ganar reputación, de pavonearse ante los demás.

Y debe de funcionar, por increíble que parezca, si juzgamos por la abundancia de virtuosos que nos restriegan cada día, cada hora y cada minuto su superioridad moral. Son tantos y tan pesados, y suelen saber tan poco de los problemas que los indignan, que dan ganas de decirles que sí, que somos malos, egoístas y no tenemos remedio ni salvación. Y, sobre todo, que no queremos que nos remedien ellos, los exhibicionistas de la virtud.

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