Una vez más, los españoles nos disponemos a elegir a nuestros representantes democráticos tras una jornada absurda dedicada, según la actual legislación electoral, a la reflexión. No sólo eso. En la última semana previa a las elecciones, el Estado somete a los votantes españoles a una especie de vacío informativo en el que no se pueden ofrecer datos actualizados de las encuestas de voto.
El esfuerzo es baldío y su efecto ridículo, pues con el auge de las nuevas tecnologías es absurdamente fácil sortear estas restricciones, que constituyen uno de los ejemplos más sangrantes del paternalista intervencionismo estatal tan característico de nuestra tradición.
Así, a la retrógrada prohibición de publicar y difundir sondeos electorales la semana antes de la cita con las urnas, se suma la imposibilidad de realizar cualquier tipo de propaganda política o petición directa de voto 24 horas antes del inicio de la jornada y durante el transcurso de la misma. Y ello, bajo la surrealista excusa de no influir a los electores a la hora de depositar su papeleta. En un país tan politizado como España, en el que los partidos protagonizan una eterna y constante guerra mediática por conquistar o mantener el poder, el hecho de suspender momentáneamente ese cansino bombardeo propagandístico es del todo incoherente y contradictorio. Pero lo grave es que, además, también resulta perverso y contraproducente.
La información y la transparencia, siendo importantes en todos los ámbitos de la vida, representan un valor esencial para el correcto funcionamiento de la democracia. Los partidos deberían poder pugnar por cada voto hasta el último momento, intentando convencer a los electores de que la alternativa que representan es la mejor para sus intereses, sin sufrir estas inútiles cortapisas más propias del siglo XIX que del XXI. Por otro lado, los ciudadanos deberían contar con toda la información posible sobre las distintas propuestas y las posibilidades de victoria que ostentan los candidatos mediante encuestas de opinión.
El hecho de votar implica el poder cambiar de opción en cualquier momento y por la razón que a cada cual le parezca, bien porque un partido ha logrado cautivarle a pie de urna, bien para evitar que el resultado de un determinado sondeo llegue o no a materializarse.
Los límites legales a esa fundamental labor de información pervierten el espíritu democrático y dejan patente que el Estado y sus políticos aún tratan a los españoles como menores de edad, incapaces de tomar decisiones por sí mismos, y, por tanto, necesitados del amparo que otorgan los poderes públicos. Ya es hora de que España abandone esos arcaicos y pueriles mecanismos de proteccionismo político para abrazar la democracia en un sentido amplio, tal y como sucede en otros muchos países, como Estados Unidos o Reino Unido, donde estas restricciones brillan por su ausencia. Es necesario apostar por una mayor y mejor información política en lugar de la inútil "reflexión" de postín.

