Décadas llevo aconsejando la mirada periférica: giro a la derecha y círculo orbital completo. De tal forma se descubre si alguien te sigue o te amenaza por la espalda. Pero el domingo no consideré necesario hacerlo en la puerta de mi casa y me dieron un palo terrible.
Tengo la impresión de que se trata de una banda de delincuentes que me tendió una trampa. Fue en pleno Rastro, en la calle en la que vivo desde hace más de veinte años y en la que he apreciado un deterioro de seguridad evidente desde hace semanas. Especialmente el día del mercadillo. Las calles de Madrid en el centro son ahora mucho más sucias e inseguras. Culpo de ello en buena parte al actual Ayuntamiento, que no sabe qué hacer con la Policía Municipal. Por una parte parece querer convertirla en un compendio de mediadores, agentes sociales y miembros de una insólita ONG y por otra no encuentra a la persona adecuada para dirigirla, aunque hay muchos jefes que conozco que podrían hacerlo con eficacia y acierto, dado que lo que parece querer la actual Corporación es tener unos municipales que no sean policías, y por tanto no saben quién podría dirigir el pastel. Ensalada vegetal sin pitufos, guindillas ni alguaciles.
A todo ello no ayuda la seguridad general, que se ha deteriorado. El otro día ofrecían los periódicos la noticia de que los homicidios en la capital han sobrepasado ya el número global del año pasado. Todo esto dentro de una evidente sensación de que estamos perdiendo tranquilidad e higiene, respeto y concordia. En este Madrid es fácil que las bandas de amigos de los ajeno proliferen y se atrevan a todo. Me gustaría recordar los tiempos en los que había muchos policías patrullando el Rastro por la inevitable concentración de personas y el temor de que se produjeran robos o conflictos. El día en que necesité uno no lo encontré donde llegaba la vista ni tenía memoria de haberlo visto en toda la mañana. Antes incluso vigilaban agentes de paisano para perseguir carteristas, sirleros, timadores y peristas. Pero ahora se les echa de menos. Y así llegué a la puerta de mi casa el último día de calor, a la una y veinte del mediodía.
Me dio la impresión de que había un gancho junto a la entrada esperándome y orientando a los que me seguían. Uno de ellos se echó sobre mi espalda de forma espectacular e introdujo unas tenacillas o pinzas en el bolsillo derecho de mi pantalón y se llevó un montón de billetes: alrededor de doscientos ochenta euros, que tenía para unos pagos. La sensación que experimenté no fue de sustracción pacífica sino de violento atraco. El tipo invadió mi espacio personal, creándome una sensación de angustia y amenaza. Mi impresión es que no sabía lo que me había pasado ni si había recibido daños mayores. Una vez más, denuncio la flojera de las leyes españolas que favorecen a los delincuentes. No pude reaccionar, mientras una joven me preguntaba si me habían hecho algo. Respondí que no lo sabía y la joven dio una excusa y se despidió. Poco antes había aparecido un extraño observador que me dio la impresión de que apoyaba la jugada. Algo que le puede pasar a cualquiera en un lugar concurrido, a pleno sol, donde pasean cientos de personas con sus hijos en carritos de bebé. Apariencia de normalidad en una ciudad amenazada por la incuria.
Denuncié en comisaría lo que había pasado y me atendieron bien después de una larga espera. Expuse muy claro que tenía la seguridad de que el atraco había quedado grabado en la cámara de vigilancia que registra la entrada del garaje. Pasadas 48 horas, los agentes todavía no me habían llamado para visionar el supuesto video. He perdido la esperanza de que detengan al ladrón antes de que se gaste lo que me ha robado.

