Feijóo, un tecnócrata carente de ideología alguna más allá de esa concepción administrativa de la cosa pública tan propia de los cuadros de la derecha clásica española, parece ser el hombre llamado a colocar el cartel de "Cerrado por defunción" en la historia moderna de Galicia. Un territorio que pierde 40 habitantes cada día, 280 ausencias nuevas cada semana, 1.120 almas menos todos los meses. Y entre los que quedan, aquellos mayores de 65 años ya representan el doble, justo el doble, que los menores de 15. Enésimo indicio de la agonía demográfica del país de Breogán, el porcentaje de extranjeros residentes apenas frisa allí un escaso 3,3%. Los jóvenes se van, los viejos se extinguen y los niños no nacen. Eso es Galicia hoy. Con 1.200.000 ocupados y 750.000 beneficiarios de pensiones contributivas, la primera fuente regional de rentas, y con diferencia, no es la planta de Inditex en Arteixo ni tampoco la factoría Citroën de Vigo, sino la Tesorería General de la Seguridad Social. Cada vez que se publica otra esquela de un octogenario en la prensa local, el PIB de Galicia se resiente.
Lo que hay es un cataclismo demográfico. Y lo que viene es un desplazamiento masivo de personas por el territorio acaso solo equiparable a aquel que sufrió España tras el Plan de Estabilización del 59. El proceso ya se ha iniciado: el grueso de los habitantes de Galicia se trasladará a la costa para morar en torno al trazado de la autopista del Atlántico. Ahí vivirá la gente. El resto será paisaje. Ese, pues, es el marco, el escenario donde estarán llamados a representar su papel los distintos actores institucionales. Un escenario en el que las últimas encuestas publicables otorgan a Feijóo su mayor éxito justo en Orense, esa ínsula Barataria del clan de los Baltar, símbolo paradigmático del viejo caciquismo agrario de la Galicia profunda. Baltar padre, quien heredara el virreinato vitalicio en la Diputación de Orense del gran padrino provincial Gómez Franqueira, un hombre mucho más inteligente que su torpe hijo O Neno Baltar, fue quien dijo aquello célebre, que en el PP gallego conviven los del birrete y los de la boina. Los del birrete –Rajoy, Feijóo– desprecian, huelga decirlo, a los de la boina. Pero dependen de ellos. Feijóo, el pretendido modernizador tan eficiente que acabó entregando los restos de todas las cajas de ahorros gallegas al ciudadano venezolano que hoy las supervisa desde su despacho en Caracas, se ha revelado impotente en el pasado para romper el cordón umbilical que le mantiene preso del caciquismo rural.
Es un bucle nada melancólico: la mala calidad de las instituciones públicas, consecuencia inevitable de las tramas de favores personales gestionadas por los conseguidores que permiten retener el voto cautivo de la Galicia interior, perpetúa el atraso económico de esas mismas zonas, lo que a su vez actúa de caldo de cultivo para el mantenimiento y extensión de las mismas redes clientelares. Feijóo, por supuesto, es consciente de ello. Pero nada puede hacer por terminar con ese estado de cosas: tiene al enemigo dentro de casa. Galicia necesita como agua de mayo un proyecto político radical que se vuelque en la tarea perentoria de higienizar de arriba abajo todos los rincones de su Administración. Y ese afán radical, genuinamente radical, no lo encarnan las Mareas sino Ciudadanos. Al modo que antes se decía propio de los trotskistas, vía el entrismo, Ciudadanos puede con sus votos forzar la labor de acabar con los albañales del caciquismo, empezando por la Diputación de Orense. El primer beneficiario de esa profilaxis será el propio Feijóo. El segundo, Galicia toda.