Durante su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, que parecía un desafío a la legitimidad de la organización –tachó sus órganos de "estafa moral", "desgracia", "farsa" y "circo"–, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, dejó caer una hábil invitación. Instó al presidente de la Autoridad Palestina (AP), Mahmud Abás, a ir a Jerusalén y dirigirse a la población israelí desde la Knéset [Parlamento israelí]. Por ahora, Abás ha dado la callada por respuesta. Pero como ha rechazado repetidamente todas las invitaciones a mantener una reunión privada con los israelíes en los últimos años, al igual que las ofertas israelíes de paz y estadidad, es poco probable que su respuesta vaya a variar en esta ocasión.
Si Abás se tomase en serio la paz, ir a Jerusalén en esas condiciones cambiaría completamente la dinámica del estancado proceso de paz y de la opinión pública israelí sobre el conflicto, al margen de lo que dijeran los palestinos. La aparición de Abás en la Knéset debilitaría los argumentos de esa mayoría de israelíes que comparte la opinión del primer ministro respecto a que los palestinos no quieren la paz. Eso generaría probablemente una presión intolerable sobre Netanyahu para ceder más a las demandas de la AP sobre los territorios y otros asuntos. Si las generosas condiciones de paz ofrecidas anteriormente por los israelíes eran de verdad insuficientes, esa estratagema es la mejor y quizá única manera de que los palestinos se esmeren más.
Así que, en vez de simplemente ignorarlo como un gesto sin importancia, como están haciendo los críticos de Netanyahu, vale la pena preguntarse por qué Abás ni siquiera va a tomar en consideración algo que tan evidentemente favorece a los intereses de su pueblo. La respuesta es dolorosamente obvia. No puede hacerlo porque, en realidad, su objetivo no es una solución de dos Estados que acabe con el conflicto para siempre.
Ir a la Knéset no sólo evocaría el extraordinario gesto de Anuar Sadat en 1977, que dio lugar a la paz entre Israel y Egipto. Más que cualquier otra cosa que hayan hecho él o su predecesor, Yaser Arafat, significaría que la centenaria guerra palestina contra el sionismo habría acabado. Hablar allí significaría que los palestinos reconocen la legitimidad del Estado judío y que los únicos obstáculos para la paz son algunos pormenores sobre las fronteras y las garantías contra una futura violencia.
Pero Abás no lo hará, porque no es eso lo que persigue. Como mostró su propio discurso, la visión del presidente de la AP sobre el conflicto está fatalmente sumida en un miasma de agravios históricos y odio religioso. Abás utilizó el estrado de la Asamblea General de la ONU para exigir a Gran Bretaña que se disculpara por la Declaración Balfour que dio pie al reconocimiento internacional del derecho a una patria judía. Igual de lamentable fue que reciclara las mentiras que él y sus medios oficiales han estado difundiendo sobre las intenciones de Israel de causar daños a las mezquitas del Monte del Templo, lo que ha servido como principal fuente de incitación al terrorismo durante la actual Intifada de los Cuchillos.
Aunque Abás dijo que el reconocimiento implícito de Israel por parte de la AP en los Acuerdos de Oslo de 1993 seguía "vigente", aclaró que era de carácter condicional y que podría rescindirse si los israelíes no se sometían a todas sus demandas. Los palestinos han incumplido lo acordado en Oslo durante los últimos 23 años. Es más: el único objetivo de su actual campaña en la ONU es abandonar las negociaciones bilaterales, a las que se comprometió la AP en los acuerdos, en beneficio de unas medidas unilaterales que, más que eludir la paz, la descartan por completo.
Abás no irá a la Knéset porque la cultura política de los palestinos sigue enraizada en el mismo rechazo de la Declaración Balfour que ayudó a forjar su sentido de identidad nacional en el último siglo. A los izquierdistas americanos les resulta fácil condenar la insinceridad de Netanyahu, pero si Abás estuviese buscando verdaderamente una vía para la paz y la independencia de su pueblo, lo más inteligente que podría hacer es aceptar la invitación del primer ministro. El hecho de que todos sepamos que jamás lo va a considerar nos dice todo lo que necesitamos saber sobre las intenciones de los palestinos.