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Rafael L. Bardají

Diez años de la ejecución de Sadam

Mucha gente se pregunta si no hubiera sido mejor no haberlo derrocado. Mi respuesta sigue siendo la misma que la de aquellos años: no había otra opción.

Decía el poeta Gil de Biedma que de casi todo hace veinte años. Pero no de todo. Este próximo 30 de diciembre se cumplirá el décimo aniversario de la ejecución, por medio de la horca, del dictador iraquí Sadam Husein. La ejecución, que todavía se puede contemplar en internet –pues el vídeo fue filtrado en su día por uno de los múltiples testigos–, da buena cuenta de la personalidad del Carnicero de Bagdad, el apodo con el que se le conocía. Mientras se le pasaba la soga por el cuello, maldecía a los jueces que le habían condenado y ridiculizaba al clérigo chií Muqtada al Sader, uno de sus múltiples enemigos. Se fue a la tumba sin perder ni el odio ni el orgullo.

En realidad, Irak y el mundo habían perdido a Sadam algo antes, en marzo de 2003, cuando las tropas americanas entraron en Bagdad y pusieron fin a su reinado de terror, quedando su caída simbolizada en el derrumbamiento de una de sus estatuas en el centro de la ciudad. Escondido durante meses, fue finalmente capturado por las tropas de la coalición internacional el 13 de diciembre cerca de la ciudad de Tikrit, en una operación relámpago que respondía al nombre de Amanecer Rojo. Desde su huida, Sadam era considerado un objetivo de alto valor por el Pentágono. No en vano se le concedió el puesto del as de espadas en aquella famosa baraja que se distribuyó entre las tropas con los líderes del régimen sadamita. Yo aún conservo un juego, recuerdo de aquellos momentos.

Sin embargo, la sombra de Sadam fue alargada. El colapso de sus fuerzas de defensa dio pie a que un grupo de sus fieles pasaran a las acciones de guerrilla en la clandestinidad, atacando a las tropas de la coalición y colaborando con grupos yihadistas suníes, como Al Qaeda en Irak. Muchos de ellos acabarían formando parte de lo que es hoy el Estado Islámico, aportando a esta organización una notable experiencia militar y de inteligencia.

Políticamente, el Irak actual poco tiene que ver con el de Sadam, dominado entonces por la minoría suní. Hoy el Gobierno está en manos de la mayoría chií, y aunque el primer ministro –Haider al Abadi– ha intentado ser más integrador que su sectario predecesor, Nuri al Maliki, los suníes se siguen sintiendo discriminados por el poder y los auténticos perdedores. Este sentimiento, sobre el que se edificó gran parte del terrorismo tras la invasión de 2003, se ha visto agudizado por la entrada de Irán en Irak para combatir al Estado Islámico.

Diez años después de la ejecución de Sadam y 13 después de la intervención en Irak, hay mucha gente que se pregunta si, al igual que en Libia con Gadafi, no hubiera sido mejor no haberle derrocado entonces. Mi respuesta sigue siendo la misma que la de aquellos años: no había otra opción. Ya se nos ha olvidado, pero la situación en 2002 era un cúmulo de factores como la erosión del sistema de sanciones, la ambición de Sadam de tener armas de destrucción masiva, su brutal represión y la amenaza real de Al Qaeda.

Mucho se ha escrito sobre los motivos y los líderes que impulsaron la acción militar contra Sadam, particularmente Bush, Blair y Aznar, que han quedado estigmatizados por supuestamente mentir sobre el programa de armas nucleares de Sadam. Sin embargo, ninguna de las múltiples investigaciones parlamentarias e independientes que se han llevado a cabo ha encontrado atisbo alguno de la gran mentira. Cierto, la inteligencia falló, y estrepitosamente, pero nada más.

El problema de Irak y el caos posterior y actual no fue la invasión de 2003, sino que dicha invasión no se convirtiera en una ocupación, con toda su amplitud, extensión temporal y consecuencias. El equipo del Pentágono de Donald Rumsfeld quería llegar, combatir con velocidad, cambiar el régimen y declarar la victoria. Pero cambiar de régimen no entrañaba para ellos hacer lo que fuera necesario para construir unas instituciones y unos procedimientos que de verdad trajeran la tolerancia y la democracia a Irak. Estados Unidos lo hizo con el Japón imperial y con la Alemania nazi tras la Segunda Guerra Mundial, pero no quiso poner los medios para hacerlo de nuevo en Irak. Y ahí empezó el drama.

Cuando George W. Bush se convenció de que había que hacer más, el país ya estaba sumido en la violencia sectaria y religiosa, con Al Zarqawi y Al Qaeda e Irán de por medio. Y lo único que pudo acometer –y con gran mérito– fue acabar con los terroristas que camparon a sus anchas hasta finales de 2008 y 2009. Con el surge de efectivos y la visión estratégica del general David Petraeus, la violencia disminuyó drásticamente y por primera vez desde el 2003 Irak gozó de cierta estabilidad. Todo eso se acabó con la decisión del presidente Obama de sacar a sus tropas a finales de 2010, lo que dejó campo abierto a la reconstitución de la guerrilla suní y, finalmente, a la ocupación de gran parte del país por el Estado Islámico, hace dos años y medio.

La decisión de invadir fue la correcta; la posterior ocupación, light y a regañadientes, y las prisas aceleradas por dar a los iraquíes las llaves de su propio destino ya no fueron tan acertadas. Pero ese ha sido siempre el problema estratégico de los Estados Unidos: no que sea un imperio, como la izquierda turulata siempre denuncia; sino que no quiera serlo.

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