Hay un malentendido muy común en torno al Partido Popular. Déjenme que lo cuente con un caso de hace poco: el Congreso del PP de Baleares, donde ganó el candidato Biel Company, frente a su rival, José Ramón Bauzá. La cuestión lingüística, particularmente en la enseñanza, era uno de los asuntos que separaban a ambos candidatos. Company estaba más próximo a las posiciones nacionalistas habituales, mientras que Bauzá, que en su día puso en marcha un modelo trilingüe que levantó protestas en el sector, se acercaba más a los que reclaman libertad de elección de lengua.
Esperanza Aguirre, preguntada sobre la victoria de Company, dijo que se sentía "muy triste" y lamentó: "Los nuevos dirigentes del PP de Baleares quieren catalanizar las islas y no quieren que se enseñe el español". Hay que decir que esos nuevos dirigentes contaron con el respaldo de la dirección nacional: representaban al sector oficialista. Tenían la bendición de la calle Génova. La tenían también, obviamente, para esas posiciones que criticaba Aguirre. Y hay que decir que el caso balear no es una excepción.
Si alguien cree que el PP balear se ha salido de la norma y que su nueva dirección tiene un sesgo del todo excepcional, se equivoca. Con algún que otro matiz, ocurre justamente lo contrario. No hay nada de excepcional en que el Partido Popular, en comunidades donde hay dos lenguas y un nacionalismo que reclama la erradicación del español, adopte parte –o buena parte– de la política lingüística que preconizan los nacionalistas.
Para muchos, esa actitud del PP es una deriva incomprensible. Lo identifican con una defensa a ultranza de España y una oposición acérrima a los nacionalismos periféricos que pretenden romperla. ¿No son los que llevan pulseritas con la bandera de España y repiten cada día que España es una gran nación? Los perplejos por estas contradicciones piensan que en los lugares donde cede a la presión nacionalista en la cuestión lingüística lo hace por debilidad, por cobardía o por ese típico complejo de la derecha española, siempre insegura de sí misma. Ese es el malentendido. No lo hace por nada de todo eso.
No es una deriva: es una política. Tampoco se trata únicamente de la política lingüística; ésta es un elemento importante, pero forma parte de una apuesta general. La apuesta por lo identitario. Porque lo identitario funciona. No sólo funciona electoralmente. Sirve para definir y fortalecer el poder autonómico. El nacionalismo no dispone del monopolio de la exaltación de las diferencias. Cierto, los nacionalistas lo llevan hasta sus consecuencias últimas, y suelen tener la convicción. Otros lo hacen de manera instrumental, convencidos de que el discurso de tintes nacionalistas es la vía más fácil y rentable para aparecer como los mejores defensores de los intereses de un territorio. Es un malentendido creer que se contagian del nacionalismo por error. Se contagian porque quieren. Por interés.