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Cristina Losada

El 15 de junio de 1977, desde la izquierda

Fue el desencanto y fue la desbandada. El pequeño y endogámico mundo del antifranquismo estalló en pedazos.

Fue el desencanto y fue la desbandada. El pequeño y endogámico mundo del antifranquismo estalló en pedazos.
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No tengo mala memoria, pero no guardo ningún recuerdo de las primeras elecciones democráticas. Si acaso, conservo una imagen de colas de gente esperando para votar. No puedo asegurar que yo estuviera en alguna de ellas. Este vacío en mis recuerdos de aquella jornada es revelador. Para mí, al contrario que para la mayoría de los españoles en edad de votar, que sí fueron a las urnas, no era una jornada histórica. Era una jornada que ahondaba la confusión con la que vivimos el tránsito a la democracia muchos de los que habíamos estado en la oposición antifranquista. Sobre todo, los que militábamos en los grupos que estaban más a la izquierda; más a la izquierda del PCE, que era la referencia.

En aquel breve período, aproximadamente entre mediados de 1976 y junio de 1977, los acontecimientos nos atropellaron. Al menos a mí, que había entrado en la LCR (trotskista) en 1972, cuando estaba en el primer curso de Ciencias Políticas, y justo después de que me detuviera la Social. Desde entonces, viví en la clandestinidad. Cambios de casa cada poco. Siempre vigilante por si te seguían. Huidas y caídas. Planes de acción. Lecturas, textos, discusiones. Multicopistas. Células y contactos. Reuniones y reuniones, siempre cargadas de humo, en todos los sentidos. Nuestros análisis aseguraban que España estaba en una situación prerrevolucionaria. También el capitalismo, en general, se hallaba a punto de tener su definitiva crisis terminal.

En lugar de aquella espléndida revolución que esperábamos, con la clase obrera como protagonista indiscutible, esto es, una revolución comunista (aunque aclaro que los troskos abominaban de la URSS), se estaba produciendo una transición pactada a la democracia. Al principio, eso tampoco era tan evidente. Había una situación fluida e impredecible. En 1976, lo que llamábamos "movimiento de masas" parecía dirigirse a una confrontación abierta con el régimen franquista, con los que tomaron las riendas una vez muerto Franco. Primero, el Gobierno de Arias Navarro. Después, el de Suárez.

En algún instante de aquel año, me tocó asistir a las reuniones de la Platajunta en Madrid. Cuando iba a ellas, coincidía en el metro con el representante del MCE, y el único indicio de que se había relajado un poco la persecución, y, con ello, las normas de la clandestinidad, es que nos saludábamos y hablábamos durante el trayecto. Pero se seguía deteniendo a militantes. La Platajunta, como se la conoció popularmente (bueno, entre nosotros), fue el resultado de la fusión de la Junta Democrática, promovida por el PCE, y la Plataforma de Convergencia Democrática, impulsada por el PSOE. La primera, una coalición de personalidades y partidos diversos, desde el PSP de Tierno a los carlistas, tenía un programa más moderado ("revisionista", hubieran dicho algunos entonces) que la segunda.

Aquellas reuniones de la Platajunta, y el concierto de Raimon, en abril de 1976 en Madrid, donde estuvieron Felipe González y Nicolás Redondo, junto a figuras de CCOO y el PCE, fueron las primeras ocasiones en que tuve constancia de la presencia del PSOE. No se le hacía mucho caso. El partido que dominaba sin lugar a dudas en todo el registro antifranquista, gustara o no, era el comunista. Yo conocí antes a carlistas (uno de ellos fue mi abogado cuando la detención) y a monárquicos liberales que a miembros del Partido Socialista Obrero Español. No quiero decir que no los hubiera. Pero abundaban mucho menos que otros. Se veía más a los maoístas de la ORT, por ejemplo, que a los socialistas. Si algo me sorprendió del PSOE entonces fue que tenía unas propuestas más radicales, más próximas a la extrema izquierda, que el PCE. En el multicolor e izquierdista antifranquismo, el PCE era la derecha.

El primer aldabonazo serio, el que avisó de que nada era como nos parecía, sonó en diciembre de 1976, con el referéndum de la Ley de Reforma Política. Aquella ley, previamente aprobada por las Cortes franquistas, fue el harakiri de éstas, pero entonces, desde la perspectiva de la que hablo, no se vio así. Se vio como un intento de perpetuar la dictadura con unos retoques. La mayoría de los partidos y grupos antifranquistas llamaron a abstenerse en el referéndum.

Recuerdo bien la noche de aquel domingo, porque, una vez conocidos los resultados, caminaba por la madrileña Glorieta de Bilbao preguntándome cómo era posible que hubiera salido adelante: con más del 77 por ciento de participación. No cuadraba. No podía ser que los españoles, en lugar de la frontal oposición a la dictadura, prefirieran perpetuarla con algún maquillaje. Yo había visto antes señales perturbadoras de que la revolución no era el horizonte anhelado por muchos, pero el referéndum fue una prueba concluyente. Para mí, fue el principio del fin de las creencias políticas que tenía desde el 72.

Entre diciembre y junio se acumularon los sucesos. La matanza de los abogados laboralistas de Atocha, en enero, y la impresionante manifestación de duelo silenciosa que organizó el PCE. Acudí a ella, contraviniendo las normas de seguridad de la LCR, pero ya había empezado a cortar los lazos. En abril, durante el famoso Sábado Santo, se anunció la legalización del PCE. Por aquellas fechas, Santiago Carrillo, que había entrado en España en diciembre disfrazado con una peluca –y fue detenido entonces–, ya era una figura de la que se hablaba en todas partes con respeto. Prácticamente todos los testimonios coinciden en que la Transición se pactó entre Carrillo y Suárez, o, como dice Otero Novas, entre los comunistas y los falangistas.

La oposición antifranquista había llamado a abstenerse en el referéndum de la ley que condujo a las primeras elecciones, pero cuando Suárez las convocó, y dio luz verde al PCE, nadie tuvo dudas: todos iban a presentarse. Mis dudas, sin embargo, sólo iban en aumento. Aquellas elecciones estaban, de nuevo, fuera de programa. No encajaban en los análisis y las expectativas revolucionarias. ¿Se equivocaban los análisis o se equivocaba la realidad? Antes del 15 de junio, dejé de militar en la LCR. Pero esto no significó que fuera fácil de digerir la tremenda disonancia entre lo que había creído que iba a suceder y lo que estaba sucediendo.

Las elecciones representaban el ingreso de España en la normalidad, en una normalidad democrática, por frágil que fuera en aquel momento. En cualquier caso, nada que ver con la aventura revolucionaria con la que habíamos soñado. Para un revolucionario, y nosotros nos veíamos así, la normalidad democrática señala su fracaso. ¿Cómo explicar aquel fracaso? Bueno, fácil: el fracaso había sido culpa del PCE. Había traicionado al "movimiento de masas", plegando su potencial de lucha a los pactos con sectores de la dictadura. Y todo para conseguir una vulgar democracia burguesa. Una en la que, además, se acababa de llevar unas buenas calabazas: en vez de ser el primer partido de la izquierda, como esperaba, quedó a años luz del PSOE. Pero esto no era lo fundamental. Lo fundamental, se decía, era que nada había cambiado. Los mismos perros con distintos collares.

Fue el desencanto y fue la desbandada. El pequeño y endogámico mundo del antifranquismo estalló en pedazos. Unos se adaptaron al nuevo mundo, otros se refugiaron en la vida privada y se apartaron de la política. Los inadaptados éramos como las tropas de un ejército vencido, tan confusos que ni siquiera podíamos encontrar el camino de vuelta a casa.

Nada de esto tendría más resonancia que la de cualquier recuerdo personal, de no ser por un poso que dejó: aquello que nos contamos hace cuarenta años para no aceptar que la mayoría de los españoles querían una democracia y no una revolución ha seguido rulando. El relato de traiciones que compuso entonces la extrema izquierda para explicar lo que le resultaba inexplicable sobreviviría a la propia extrema izquierda de la época.

El cuestionamiento de la Transición, la idea de que no es verdadera democracia la democracia instaurada en 1977 y consolidada en la Constitución, la especie de que el franquismo (¡y hasta el propio Franco!) siguieron vivos porque no hubo ruptura, el concepto mismo de "régimen del 78", todo cuanto ha vuelto a escena en los últimos años tiene su origen en un intento de salvar la creencia en una profecía incumplida. Y una cosa es que se hiciera entonces, en caliente, y otra, mucho menos comprensible, es hacerlo cuatro décadas después. Que lo hagan quienes no estuvieron allí, quienes no fueron antifranquistas cuando había que serlo, quienes no tuvieron que afrontar la disonancia entre la realidad y sus creencias, bueno, eso es ridículo.

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