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Cristina Losada

Nuestra guerra, y la suya

Estas semanas, a cuenta de la atención que nos prestaron los medios internacionales, hemos notado que la España actual les interesa menos que la España que fue.

Estas semanas, a cuenta de la atención que nos prestaron los medios internacionales, hemos notado que la España actual les interesa menos que la España que fue.

En atención al centenario de la toma del poder por los bolcheviques en Rusia, estoy releyendo a los disidentes del comunismo, que son lo único bueno que el comunismo ha legado a la humanidad. Tengo especial apego al libro El dios que fracasó, publicado en 1949, porque fue la primera aparición pública de la disidencia entre intelectuales de Occidente, y por lo perdurable de lo que allí cuentan figuras como Koestler, Silone, Wright, Gide, Fisher y Spender. La relectura siempre redescubre, y esta no es una excepción. Lo que he redescubierto es conocido: la profunda impronta que dejó la guerra civil española en la intelectualidad occidental que hizo causa con la República. La cuestión actual es cómo esa huella, que es la huella del mito, distorsiona la visión de España desde fuera.

Estas semanas, a cuenta de la atención que nos prestaron los medios internacionales, hemos notado que la España actual les interesa menos que la España que fue. Quienes han hablado con corresponsales o enviados especiales lo han podido comprobar, igual que quienes han leído o visto sus reportajes. Las referencias a la España franquista, a Francoland, como ya la hemos bautizado, son recurrentes. La idea de que Cataluña fue, de entre las regiones españolas, la que más sufrió la represión de la dictadura abunda como explicación del anhelo independentista. Vinculada a ella, ha tenido algún eco la noción, todavía más audaz en su alejamiento de la verdad, de que la Guerra Civil fue una guerra entre Cataluña y España.

Las extremas tergiversaciones que ha tejido el nacionalismo catalán han contribuido a que circulen falsedades como las mencionadas. Pero no hubieran tenido tanta aceptación, ni de lejos, si hubieran caído en terreno menos favorable. Se han aceptado porque esas ideas y nociones, que no son ciertas ni por aproximación, conectan con una memoria sentimental de nuestra guerra civil que se ha preservado fuera de España prácticamente congelada en el tiempo. Para entenderlo y ponerse en situación, nada mejor que leer esto que escribía el periodista norteamericano Louis Fisher en su contribución a El dios que fracasó:

La lucha de la República contra el fascismo en España fue probablemente el cénit del idealismo político en la primera mitad del siglo XX. Incluso en los mejores años, la simpatía por la Rusia soviética fue política y cerebral. El bolchevismo inspiró pasiones vehementes en sus partidarios extranjeros, pero poco de la ternura y la fraternidad que evocaban los republicanos españoles. Los prorrepublicanos amaban al pueblo español y participaron de su sufrimiento (...) El sistema soviético provocaba aprobación intelectual, mientras que la lucha española despertaba una identificación emocional.

Fisher estuvo en España entonces, al igual que el poeta británico Stephen Spender, y sus impresiones son coincidentes:

La lucha entre los fascistas y los antifascistas europeos se representó en España como en un teatro. La singularidad de la pasión, el idealismo y la vehemencia temperamental de los españoles, y hasta el propio paisaje español, colorearon la lucha y le dieron una intensidad y una suerte de pureza poética que pocas veces había tenido antes y pocas tendría después. (...) Fue en parte una guerra anarquista, una guerra de poetas. Al menos cinco de los mejores jóvenes escritores ingleses dieron allí su vida, como hicieron poetas de otros países. Esto arrastró aún más a los intelectuales a la lucha. Después de la caída de la República, la lucha del fascismo contra la democracia se convirtió en una lucha en la que los ejércitos y las máquinas y las burocracias contaban más que los individuos.

He ahí, en pocas líneas, la memoria sentimental que dejó nuestra guerra entre la intelectualidad europea y americana. La identificación emocional, el amor por un pueblo pasional e idealista, una guerra de poetas… todo eso que entonces se vivió, se sintió y se transmitió ha dejado huella y ha dejado niebla. Ese es el caudal de sentimientos idealizados del que se sigue nutriendo la visión de España desde fuera. Esa es la niebla emocional que difumina a la España democrática, y convoca a los fantasmas.

Porque, para los que han recibido ese legado, los fantasmas siguen vivos, asustando aún a los españoles, y España continúa siendo el escenario apasionante de la batalla. En cambio, para nosotros, la Guerra Civil fue una pesadilla de la que quisimos y pudimos despertar. Despertamos de ella hace mucho tiempo, y por eso nos extraña y nos duele el empeño en que continuemos representando, por los siglos de los siglos, una lucha entre el Bien y el Mal para henchir de emociones puras y fuertes al respetable. Nuestra guerra terminó. Es hora de que termine la suya.

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