Aquí y ahora, en la España del año 18 del siglo XXI, una mujer, cualquier mujer, cobra cero euros menos al mes por realizar el mismo trabajo por cuenta ajena que un hombre, cualquier hombre. Eso es lo que los matemáticos llaman una premisa axiomática, o sea un enunciado tan evidente por sí mismo que no necesita de demostración ulterior alguna. Y no la necesita porque se trata de una evidencia que se asienta en el principio de igualdad ante la ley que inspira nuestro ordenamiento jurídico todo. En España, aquí y ahora, pagar distinto a hombres y mujeres por iguales tareas (que no similares o parecidas, como siempre dicen los traficantes de palabras y significados) no solo constituiría un agravio condenable, sino que sería una violación expresa de la las normas legales por las que nos regimos igual féminas que varones en nuestro Estado de Derecho. Sin embargo, no deja de ser cierto también que existe un diferencia estadísticamente significativa entre los ingresos salariales de hombres y mujeres pertenecientes a las mismas cohortes de edad y que comparten parejos grados de calificación académica.
Esa otra verdad, tan real e innegable como la primera, remite a una causa última, por lo demás, bien fácil de identificar. Esa causa se llama maternidad. Al punto de que, dados idénticos niveles de capacidad profesional, la brecha salarial entre las mujeres que han renunciado de grado a ser madres tiende a desaparecer o a hacerse irrelevante en el grueso de los sectores productivos. Porque ellas, en tanto que agregado estadístico de género, ganan menos no por ser mujeres, sino por ser madres. Es la paternidad, no el sexo, lo que se paga. Y he escrito "paternidad", que no "maternidad", porque ese precio, el de la plena realización de las ambiciones laborales, también lo pagan los hombres. Ellos, es verdad, aún no pueden engendrar seres vivos en sus vientres, lo que les otorga una ventaja competitiva de partida en esa selva que es el mercado laboral frente a las mujeres, siempre condicionadas por los imperativos insoslayables de su reloj biológico. Pero esa inequidad inicial se puede resolver con leyes. Es relativamente sencillo.
Lo que no se puede reconciliar con leyes, normas, reglamentos y retórica antipatriarcal es la expectativa de alcanzar un hueco en los tramos superiores de la pirámide, los estrechos escalones próximos a la cúspide en los que los ingresos de los afortunados y afortunadas que logran alcanzarlos se disparan, al tiempo que se goza de una relación tradicional y plena con los hijos en su primera infancia. Y no se puede porque no cabe ser madre de verdad y alta directiva de verdad. No, no se puede. Punto. Hay que elegir. Como tampoco se puede ser padre de verdad y triunfador de verdad en el mundo laboral. Y no se puede porque nadie, absolutamente nadie, ya resulte ser hombre, mujer o hermafrodita, está en disposición de trabajar menos de doce o trece horas al día si ha logrado colarse en uno de esos tramos elevados de la segmentación social, los que abren la trampilla de acceso a lo que el común considera el éxito en la vida. En España, aquí y ahora, la mayoría de los varones que triunfan en el plano laboral fracasan como padres. ¿Cómo no van a fracasar si jamás ven a sus hijos despiertos y fuera de la cama durante los cinco días de la semana? Fracasan ellos y fracasan ellas. Fracasan todos.
¿Y si nos dejáramos de brechas salariales y comenzásemos a hablar de las contradicciones culturales del feminismo?