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Mikel Buesa

La impostergable reforma del sistema electoral

Sin una cultura de cooperación e intercambio, nuestro sistema electoral conduce al caos político.

Sin una cultura de cooperación e intercambio, nuestro sistema electoral conduce al caos político.

Lo más importante de un sistema político democrático es su ley electoral. Es ésta la que modela a aquél y no a la inversa, de manera que de sus especificaciones se deriva no sólo la representación de los ciudadanos en las cámaras legislativas, sino la configuración misma de los partidos políticos, tanto por lo que se refiere a su estructura y funcionamiento interno como en lo que concierne a su modo de resolver su poder o, si se prefiere, a su cultura política.

En la España democrática ulterior al franquismo, el sistema electoral fue diseñado como una institución transitoria que había de llevar a la UCD —que no era sino una amalgama de los que podrían considerarse como los aperturistas del régimen, interesados en conservar sus logros, aunque no sus formas autoritarias, y la oposición democrática de inspiración liberal y democristiana— al poder tras las elecciones del 15 de junio de 1977. Su principal artífice, Óscar Alzaga, un opositor al régimen de Franco, nunca pensó que la vigencia del real decreto-ley electoral de marzo de aquel año fuera a sobrevivir a las elecciones para las que fue diseñado, y, de hecho, desde su escaño en el Congreso pidió sin éxito que su contenido no fuera fosilizado al trasponerse a la Constitución de 1978. Los motivos de tal circunstancia eran claros, pues tanto los socialistas como los nacionalistas se comprobaron beneficiarios adicionales al partido de Suárez en los resultados electorales. Y pugnaron para no cambiar las cosas dejando escritas a fuego las reglas básicas del sistema electoral –las mismas que les habían llevado a sus escaños– en esa norma fundamental.

La ley electoral consagraba así el bipartidismo en el conjunto de España, otorgando a la vez preeminencia a los nacionalistas vascos y catalanes en sus respectivas regiones. Y, de este modo, desde entonces hasta 2011 los votos a los dos primeros partidos han sumado un porcentaje mayoritario –entre un mínimo del 64,8 y un máximo del 83,8 por ciento– y han dado lugar a una representación amplísima de entre 282 y 323 diputados. Este resultado tenía como fundamento, esencialmente, el hecho de que la circunscripción electoral fuera la provincia –y cada provincia tiene al menos dos puestos en la cámara legislativa– y la circunstancia de un electorado poco fragmentado que confiaba en los principales partidos nacionales o regionales.

Es a partir de estos mimbres como acabó construyéndose un sistema de partidos políticos en el que los contendientes exitosos fueron los que se configuraron como maquinarias electorales muy centralizadas, represoras de cualquier singularidad discursiva o ideológica –no digamos de las disidencias–, proclives al clientelismo y crecientemente desideologizadas, en las que la selección de los líderes, basada en la sumisión de los candidatos a quienes en cada momento ostentaban el poder interno, fue degenerando hasta el punto de que, sorprendentemente, los resultados electorales dejaron de ser un instrumento para su validación. A nadie se le oculta que hoy en día el debate político se ha convertido en una diatriba de ocurrencias sin sustento ideológico y sin referencias a un modelo de sociedad; ni tampoco que, con pocas excepciones, todos los partidos relevantes están dirigidos por fracasados electorales. Además, hay que añadir que, de manera creciente, esos partidos han acabado configurando su identidad por oposición a los otros, de modo que se autodefinen, a partir de una mezcla de adanismo y cainismo, no por lo que son sino por lo que no son; y ello ha dado lugar a una creciente dificultad para cooperar y llegar a acuerdos en asuntos básicos que impide la normalidad política en las situaciones en las que los Gobiernos son minoritarios.

El bipartidismo, aunque no desapareció, se vio seriamente dañado tras las elecciones de 2015 y 2016. En las primeras, PP y PSOE sumaron sólo el 50,7 por ciento de los votos y un total de 213 diputados. El "No es no" del segundón —sin duda la expresión más acabada del cainismo y adanismo que antes se apuntaba— hizo imprescindible repetirlas al año siguiente, sin que sus resultados cambiaran mucho las cosas, pues los votos a esos partidos se quedaron en el 55,7 por ciento y los diputados en 222. Ni que decir tiene que, en esta situación, podría haberse arbitrado una solución de emergencia para la gobernación del país al estilo de la gran coalición alemana que, ahora, trabajosamente, se ha visto revalidada. Pero para ello se hubiese requerido una cultura de cooperación con la que ninguno de los partidos políticos, viejos o nuevos, cuenta.

La causa de esta situación hay que achacarla a la fragmentación del electorado –que seguramente es una consecuencia del empobrecimiento que la crisis financiera indujo sobre la mayor parte de las clases medias—, pues el sistema electoral seguía siendo el mismo. Una fragmentación que empezó en la izquierda ya en 2011 –barriendo al partido socialista y privándole de su ascendencia sobre el electorado de centroizquierda– y que más tarde se trasladó a la derecha –dando lugar al decaimiento del PP, moderado al principio, pero al parecer imparable en la actualidad–. Esta fragmentación la que ha conducido a una situación de ingobernabilidad de la que da muestra la posición del presidente Rajoy, impedido para legislar con normalidad, pues para ello requiere el apoyo que los otros partidos no están dispuestos a darle a ningún precio razonable.

Todo ello muestra que, sin una cultura de cooperación e intercambio, nuestro sistema electoral conduce al caos político. Por eso es impostergable su reforma, pues de otro modo ese caos amenaza con llevarse por delante la democracia misma. Naturalmente, habrá que pensar y acordar a dónde se quiere llegar, pues si de lo que se trata es de hacer gobernable el país, entonces o se corrige la proporcionalidad, introduciendo total o parcialmente un sesgo mayoritario en la representación de los ciudadanos, o se modifica radicalmente la cultura de los partidos, haciéndolos maleables al trasiego de votos por poltronas en los despachos del poder. Personalmente, confío más en lo primero que en lo segundo. Pero mis preferencias son lo de menos. Lo relevante es que, por donde por ahora nos llevan en esta materia nuestros políticos, seguramente no llegaremos a ninguna parte.

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