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Mikel Buesa

¿Ha llegado el momento de hablar sobre los presos de ETA?

El debate sobre este asunto ha de centrarse en la cuestión de los merecimientos de ETA para que se modifique la situación de sus presos.

El debate sobre este asunto ha de centrarse en la cuestión de los merecimientos de ETA para que se modifique la situación de sus presos.
Tres miembros de la banda asesina ETA | Cordon Press

Las presiones arrecian con relación al asunto de los presos de ETA. Por una parte está la propia banda terrorista haciendo gestos confusos –o sea, destinados a confundir– para mostrarse merecedora de la magnanimidad con el vencido; por otra, la izquierda abertzale no cesa de ejercer la presión callejera, pues como ETA no mata considera que los reclusos deben volver a sus casas; y luego está el PNV, más bien entre la espada y la pared, entre la presión radical, sus crecientes compromisos de moderación sobre los expedientes terroristas y su acercamiento a las víctimas.

Es cierto que, sorprendentemente, en estos días se ha producido una confluencia entre los que solemos considerar partidos constitucionalistas, en el sentido de rechazar, al menos de momento, cualquier alteración del statu quo y, por tanto, el acercamiento de los etarras encarcelados al País Vasco y, más allá, cualquier generosidad en la concesión de medidas de gracia. El PP es el que más ha insistido al respecto, tal vez porque su credibilidad está más bien en entredicho debido a su flojera general y a que, durante la etapa de Fernández Díaz en el Ministerio del Interior, se deslizaron mensajes confusos y, sobre todo, se hicieron cosas –como lo de Bolinaga o lo de la Doctrina Parot– que resultaron alarmantes. Además, sobre el PP pesa la sospecha, no sé si justa o injusta, de que sus trasiegos económico-presupuestarios con el PNV acaben en algún pacto confuso que dé oportunidades a los etarras. Pero también el PSOE y Ciudadanos se han pronunciado al respecto; por cierto que este último partido, en un ejercicio de oportunismo, ha mezclado el tema presupuestario con el de los presos, quizás más allá de lo que, por el momento, es prudente plantear. No obstante, en el PP se reconoce asimismo que el asunto etarra va a caer cualquier día debido a que, amparados en su embarullada propaganda, no es descartable que los nacionalistas radicales acudan a los tribunales a impugnar la política de dispersión y obtengan alguna resolución favorable a sus pretensiones.

Por ello, el debate sobre este asunto ha de centrarse en la cuestión de los merecimientos de ETA para que se modifique la situación de sus presos. A este respecto, son tres los argumentos que suelen esgrimirse por quienes ven llegado el momento de liquidar el tema a precio de saldo. El primero alude al hecho de que ETA ya no mata, han pasado años desde la última vez que lo hizo e incluso se ha renunciado a la lucha armada. Se trata de hechos bien establecidos, aunque obviamente inaceptables como razones para alterar la política penitenciaria, pues el cese del terrorismo vino impuesto por la acción policial y judicial del Estado, por la derrota –no reconocida como tal– de la organización terrorista, y no hubo acuerdo alguno que condujera a esa situación. Además, está el hecho de que los encarcelados de ETA cumplen condenas dictadas con todas las garantías jurídicas y, salvo casos excepcionales, no han hecho nada para hacerse acreedores al tratamiento favorable que el Código Penal establece para los arrepentidos.

El segundo argumento es el que se deriva del perdón solicitado hace tan sólo unos pocos días en lo que, según Arnaldo Otegi, es "un hecho histórico sin precedentes". Tiene razón Otegi porque no hay precedentes de que, en un papelito más bien escueto, ETA haya argumentado que todas sus víctimas son legítimas de acuerdo con las normas y usos del derecho internacional de la guerra. Porque lo que ETA ha señalado es que entre sus víctimas están los que han tenido y los que no han tenido "una participación directa en el conflicto"; o sea, están los combatientes asociados con el Estado –policías, militares, jueces, políticos y otras personas vinculadas a la acción represiva– y los no combatientes, los que la banda considera "ciudadanos (perjudicados) sin responsabilidad alguna" –por cierto, como si los primeros fueran responsables de su propia muerte–. De ellos últimos se dice, además, que cayeron "obligados por las necesidades de todo tipo de la lucha armada", sugiriendo así que se trató de daños incidentales o colaterales. Y, como sabemos, en las guerras las bajas de combatientes y las bajas incidentales son siempre legítimas si nos atenemos al Protocolo I, adicional a los Convenios de Ginebra de 1949. Por tanto, la petición de perdón de ETA –limitada a las víctimas que considera colaterales– no es más que un engaño que nunca debiera ser tenido en cuenta en las instancias judiciales ante las que, en su momento, se esgrimirá este argumento. No hay perdón real, ni arrepentimiento alguno, ni reconocimiento del daño causado. No hay razón en esto para la benignidad del Código Penal a la que antes me he referido.

Y el tercero vendrá de la mano de lo que ahora se prepara para los primeros días de mayo: la disolución de la organización terrorista. No sabemos cómo se formulará ésta, aunque todo parece indicar que nos enfrentaremos a una nueva parodia. Hace meses que ETA, en alusión a este asunto, señaló en un documento que mantendría vivo un núcleo dirigente para que se "respetase" su "legado" y para ofrecer sus "aportaciones" a la base social de la izquierda abertzale. Y en estos últimos días se especula con la "desmovilización" de lo que ampulosamente ETA considera su ejército. Más de lo mismo para poder sustentar una demanda de generosidad. Pues ETA en ningún momento ha reconocido su derrota, nunca ha anunciado su apartamiento de la política vasca e incluso sigue exigiendo, como dice en su más reciente comunicado, su "solución democrática" –una bonita manera de referirse a la autodeterminación e independencia del País Vasco–, para así "construir [las] garantías" que aseguren el final del "conflicto político e histórico", a partir del que reivindica la legitimidad de su existencia durante seis décadas de violencia.

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