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José García Domínguez

¿Qué hacer con Cataluña? (y 3)

Si algo dejó definitivamente acreditado el 1-O fue la también definitiva inanidad del modelo español de justicia constitucional para impedir el uso subversivo de las instituciones del Estado.

Sede del Tribunal Constitucional | EFE

Si algo dejó definitivamente acreditado, y como obvio, la asonada catalanista del pasado 1 de octubre, ese algo fue la también definitiva inanidad del modelo español de justicia constitucional para impedir el uso subversivo de las instituciones del Estado en ese territorio durante las últimas tres décadas. Quizá el Tribunal Constitucional retenga alguna razón de existir, pero lo que está ya claro es que entre esas razones no figura la de impedir con alguna mínima, elemental eficacia que los derechos que la Carta Magna otorga a los ciudadanos de Cataluña sean respetados por las autoridades de la plaza. En ese aspecto, su reiterada impotencia en nada se distingue de la pareja que han acreditado tanto el Gobierno como los tribunales ordinarios. Una incapacidad, la del Constitucional, que ha llegado al grado de lo clamoroso con la persecución de la lengua común española por parte del Gobierno de la Generalitat.

¿A qué extrañarse, pues, de que los jueces comunes renuncien de entrada a presentar cuestiones de inconstitucionalidad, ante la certeza de que resulta peor ese remedio de última instancia que la enfermedad misma (el Tribunal Constitucional, siempre atascado por los centenares de casos que debe tramitar, suele alargar durante años y años las sentencias de esos casos, lo que eterniza los procesos)? Lentitud crónica y disuasoria que viene a demostrar que el origen del problema no remite a las leyes sino al supremo órgano encargado de custodiar su eficacia. La historia contemporánea de Cataluña es la crónica interminable de la sistemática e impune invasión competencial de prerrogativas del Estado llevada a cabo por el Ejecutivo autonómico. Y el inmediato futuro normativo del Gobierno asilvestrado de Cataluña, hasta el apuntador lo sabe, está llamado a ser la versión corregida y aumentada de esa misma costumbre convertida ya en tradición local. Un vicio, ese al que tan adictos se muestran desde siempre los separatistas, que tendría fácil remedio, por cierto. Tan fácil que ni siquiera requeriría del trámite previo de una reforma constitucional. De hecho, bastaría para poder llevarlo a cabo con una simple reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

¿Y cómo? Pues simplemente dejando en manos de los jueces ordinarios la facultad para no aplicar las leyes que a su personal juicio resulten contrarias a la letra y el espíritu de la Carta Magna. Tan simple como eso. Ningún niño catalán habría visto pisoteados sus derechos lingüísticos en las aulas si eso fuese así. Ante la duda razonable, la eficacia de la ley se deja en suspenso. Y en el acto, sin la menor demora. Luego ya decidirá sobre el fondo de la cuestión el órgano competente, que podría y debería ser el mismo Tribunal Constitucional. Introducida esa reforma con las preceptivas restricciones y cautelas que aconseja el sentido común, los jueces ordinarios podrían convertirse, y de la noche a la mañana, en una eficacísima fuerza de choque volcada en la defensa cotidiana de la Constitución en Cataluña. Tal como ocurre, por cierto, en Estados Unidos, cuyo muy eficaz modelo de justicia constitucional difusa opera exactamente así. Se puede hacer si se quiere hacer. Lo único que se requiere es voluntad política para implementarlo. Lo único. ¿Lo propondrá el nuevo PP en las Cortes?

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