A la pregunta de la señora vicepresidenta del Gobierno, formulada en sede parlamentaria –en el Senado, el pasado martes–, debemos responder, decididamente, que no; no es delito el hecho de dialogar, aunque cabe que del diálogo se deduzcan acciones delictivas.
Por ejemplo, de ese diálogo motivador de la cuestión planteada por doña Carmen Calvo, y caso de llegar a un acuerdo como el pretendido en los veintiún puntos del señor Torra, cabría, con muchas posibilidades, derivar un delito de traición, con autoría del señor presidente del Gobierno español. Espero y deseo que así no sea.
Lo que sí me gustaría anticipar a la señora vicepresidenta, animado por esa fruición con que ella y todo el Gobierno del Sr. Sánchez hablan de diálogo –sea cual fuere el motivo para dialogar, la parte con la que se dialoga y el fin último del mismo–, es que el diálogo nunca puede ser un fin per se.
El diálogo es un proceso útil para averiguar posiciones de las partes –no siempre evidentes– y, en su caso, eliminar discrepancias en busca de un acuerdo que, para evitar el delito, deberá ser, en todo caso, lícito.
Cuando el diálogo se convierte en un objetivo, lo más seguro es que sea, simplemente, una patraña de una parte, o de las dos, o que acabe en lo que el saber popular califica como una encerrona; de quién o a quién, se verá después.
Con frecuencia, ese diálogo que se busca como fin no pasa de ser la patochada de rigor, o una solemne mamarrachada, que alguien utiliza para desorientar a su entorno, eludiendo obligaciones –en este caso, las de un Gobierno que debería gobernar–. Es el caso, tan citado en el saber popular, del conocido diálogo de besugos –una pena involucrar a tan sabrosos peces en tono tan peyorativo–.
¿Quiere esto decir que soy contrario a todo diálogo? En modo alguno. Desde la adolescencia aprendí y disfruté con la lectura de diálogos, entre quienes tenían mucho sobre qué dialogar, extrayendo máximas de conducta que enriquecían el pensamiento y, con él, a la humanidad.
Pero miro al mundo que me rodea hoy, y les puedo asegurar que, entre los que dialogan, no encuentro a un Sócrates, un Platón o un Jenofonte. Sólo veo a gentes que se aferran al diálogo cuando no tienen nada que decir y, lo que es más grave, se refugian en él para no hacer lo que se supone que tienen que hacer: gobernar responsablemente.
La cosa es más grave, y esto sí debería preocupar a la vicepresidenta del Gobierno, que sólo se puede dialogar, aun a riesgo de perder el tiempo, sobre materias o cuestiones opinables; es decir, sobre alternativas lícitas, que se contemplan como capaces de dar satisfacción a las originarias pretensiones de las partes.
Sobre lo ilícito –no importa la materia– no cabe diálogo.
Así que tome nota, señora vicepresidenta, por lo que pueda pasar.

