Tras la muy humillante capitulación de Syriza, cuando la Comisión Europea le hizo entender a Tsipras que no puedes asaltar el cielo si la liquidez de los bancos de tu país depende de unas manos distintas a las tuyas, Podemos dejó de mirar a Grecia para concentrar su atención en lo que estaba ocurriendo aquí al lado, en Portugal, esa otra España sin nacionalistas. Pero los de Iglesias no fueron lo únicos. La audacia heterodoxa de los socialistas portugueses en 2015, firmar un acuerdo de legislatura con la izquierda anticapitalista por primera vez en la historia toda del partido, despertó igualmente el interés del PSOE por lo que sucedía en Lisboa. Y es que, así como el fracaso del programa original de la Unión de la Izquierda en Francia resultó determinante a fin de que González renunciara en 1982 a cualquier veleidad gauchista y dejase la economía en manos de un tecnócrata tan ortodoxo y convencional como Boyer, lo de Portugal, la Geringonça, es el experimento con gaseosa de cuyos resultados podría tomar ahora buena nota Sánchez a efectos de repetirlo en casa. Al cabo, la peripecia económica y política de los dos Estados de la Península Ibérica ha sido muy similar desde el estallido de la Gran Recesión.
Los dos fueron intervenidos por Bruselas (Portugal de modo expreso y sin disimulos cosméticos, España de forma encubierta pero no menos real). Los dos vieron cómo los respectivos Gobiernos llamados a aplicar la receta de la austeridad prescrita por sus acreedores se desmoronaban luego en las urnas (en Portugal, el de la coalición de derecha que firmó el memorándum con la troika; en España, primero el de Zapatero que mutiló el gasto social, después el de Rajoy que subió los impuestos a la clase media para cumplir con el mismo mandato externo). Y los dos, merced a los célebres vientos de cola, esa virtuosa combinación de la bajada de la factura del petróleo, el incremento súbito de un turismo internacional que huye del terror islamista y la ayuda de Draghi con unos tipos de interés por los suelos, han conseguido sacar la cabeza del agua en los últimos tiempos. ¿Qué puede aprender hoy la izquierda española de lo que ha sucedido en Portugal? La primera lección, acaso la fundamental, es que un partido socialdemócrata de la Europa Occidental puede llegar, si se dan ciertas circunstancias específicas, a suscribir acuerdos de gobernabilidad con fuerzas antisistema, pero el límite de esa colaboración reside en la incorporación al Ejecutivo de sus miembros.
En Portugal, ni el viejo Partido Comunista ni tampoco el Bloque, que viene a ser el Podemos local, grupos que sumados representan al 20% del electorado, han sido admitidos en el Consejo de Ministros. Hasta ahí podían llegar los juegos con la gaseosa. La segunda enseñanza, derivada de la primera, es que de un acuerdo de ese tipo con partidos de ese tipo no se puede esperar la disciplina propia de una coalición real y formal. En Portugal, socialdemócratas e izquierdistas lograron que su entente no naufragara a la primera de cambio porque el pacto suscrito permitía a los aliados del Gobierno votar en contra del Ejecutivo cuando se tratasen muchas materias no contempladas de forma expresa en el trato. La tercera, crucial en su día para el primer ministro Costas, es que el placet de las instituciones europeas a los términos del acuerdo resultó una condición sine qua non del PSP para la firma definitiva, algo que limitó enormemente y ya desde el primer día el margen de maniobra programático de los antisistema. Pero la enseñanza en verdad demoledora para Iglesias es la cuarta y última. Porque, tras obtener los mejores resultados de la historia en los comicios locales de 2017, el Partido Socialista de Portugal se acerca en todas las encuestas a la mayoría absoluta en las inminentes elecciones generales de 2019. Al tiempo, sus dos socios se diluyen en la nada en esas mismas encuestas. Para pensárselo dos veces.