El ejercicio de la autoridad debe concebirse como un honroso acto de servicio a la comunidad. Desgraciadamente, sólo en raras ocasiones puede apreciarse tal carácter cuando la sociedad observa a sus servidores. Sin embargo, los que hicieron historia de su buen hacer abundaron en buen sentido, sabiduría y, más aún, prudencia.
Ni siquiera estoy pensando, cuando digo que sólo en contadas excepciones compruebo ese sentido de servicio público, en los infinitos casos, porque ya sólo así se les puede cuantificar, de los casos de corrupción. ¡Qué les voy a decir…!
Por muchos esfuerzos que he hecho para, con bondad y tolerancia sumas, buscar en los entresijos de esos múltiples casos de autoridades corruptas un mínimo signo de preocupación por servir, mi tiempo y dedicación a la tarea han sido absolutamente estériles.
Ello ocurre, no por inadvertencia o por desconocimiento de lo que debe ser –aunque el ser se desvíe de aquel–, porque si el tiempo que dedican a proclamas ególatras de su entrega a lo que España, la comunidad o el ayuntamiento les piden lo dedicaran a trabajar, sin lujos, sin publicidad, para resolver los problemas de los españoles, de los aragoneses, de los andaluces, de los gallegos… nuestra nación iría como una seda. En fin de cuentas, no es España la que pide, sino los españoles.
Al no ser así, la arrogancia de sentirse autoridad y no servidor acaba convirtiendo al elegido en un modo de dictadorzuelo que a lo único que aspira es a ordenar, sin importar qué, cómo o para qué; es decir, a mandar sobre las cosas más peregrinas, con la obsesa esperanza de sentirse obedecido.
Lo que estamos diciendo no es patrimonio exclusivo de nuestras autoridades, distribuidas por el territorio nacional con distintas competencias territoriales. Es más, como los españoles nos queremos mucho, porque somos los mejores, quizá nos cueste reconocer los tics de estos dictadorzuelos, porque tampoco pasan de eso.
En el mundo actual, los hay que dictan sobre el estilo de vestimenta, sobre el corte de cabello, sobre cómo adular o simplemente aplaudir. El destierro a zonas inhóspitas sigue utilizándose en el siglo XXI, como ya se utilizó con frecuencia inadmisible en la centuria pasada.
En fin, el menú de los tics es muy largo y, aunque muchos no queremos vivir escribiendo siempre al dictado, tenemos que reconocer que, frente a la crueldad de la deportación en un gulag soviético, o en un campo de internamiento en la árida China central, mejores son los tics de los nuestros, que nos flagelan con mandatos que no cumplimos, que insultan a los españoles, con el poder absoluto que pretenden.
Un tic reciente es el de la señora Colau, que, sintiéndose portavoz de la Real Academia Española, obliga a funcionarios y empresas a no utilizar términos como abuelo, inmigrante, terrorismo islámico… ¿Qué les parece? ¿Cómo llamaría yo a mi abuelo, si lo tuviera?
Estas son nuestras autoridades: tan escasas, tan superficiales y tan erróneas.

