Los españoles somos más europeístas que los ciudadanos de los otros cuatro países más poblados de la UE. Europeístas quiere decir, aquí, que nos parece positiva o muy positiva nuestra pertenencia a la Unión. El último Estudio Internacional de Valores de la Fundación BBVA, basado en encuestas realizadas en Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y España, nos sitúa 15 puntos por encima del promedio del resto de países en la percepción favorable de la UE. Siendo esta la valoración del público, es lógico que nos resulte extraño el euroescepticismo y más extraño todavía algo como el Brexit. Que un país como Gran Bretaña haya decidido marcharse de la Unión parece inexplicable y, más directamente, una inexplicable estupidez. Y el tremendo lío político acerca de cómo llevar a cabo el divorcio tiende a verse como un merecido castigo por el necio y descomunal error.
Siempre hay un pero, sin embargo. No hay que contentarse con el veredicto de lo inexplicable, que tiende a remitir los hechos y las decisiones a un terreno opuesto al de la racionalidad. Este enigma se puede resolver rápidamente diciendo algo así como que los británicos –o la mayoría de ellos– han sufrido una enajenación, cebada con nacionalismo, xenofobia, soberbia y otros pecados capitales, que ha alentado por una clase política ya presa del delirio total. Pero los elementos irracionales que se aprecian en el proceso de Brexit y en la crisis política actual son más la espuma del oleaje que el mar de fondo. Y hay, como suele haber, una racionalidad en la decisión británica de salir de la UE.
Las raíces intelectuales del Brexit tienen poco que ver con las pulsiones anti-inmigración que explotaron los partidarios de la salida durante la campaña del referéndum. Tienen que ver, en cambio, con una visión de la Unión Europea muy distinta de la que tenemos los españoles. Los conservadores que volvieron a dar aliento al euroescepticismo clásico de su partido veían la UE como un mamotreto anticuado, incapaz de hacer frente a los desafíos de un mundo rápidamente cambiante, que frenaba, con su bulimia regulatoria, el potencial económico de su país. No les movía la tradición, sino la innovación. No apelaban al pasado, sino al futuro. Rechazaban la UE por no ser suficientemente moderna. Y la consideraban irreformable. Se puede disentir de su visión cuanto se quiera. Pero de irracional no tiene nada.
Otra explicación habitual para lo aparentemente inexplicable se centra en el procedimiento, en el referéndum. La clase política británica habría abdicado de su responsabilidad en resolver un problema difícil, pasando la patata caliente al electorado. Un electorado, que aturdido por mentiras, pulsiones y nostalgias varias, se pronunció por la salida. En definitiva, lo de antes: con el uso que se hizo del referéndum, predominó lo irracional. Pero el referéndum sólo fue el medio. El instrumento que utilizó una élite política, la conservadora partidaria del Brexit, para conseguir su objetivo. Sabían lo que hacían cuando lo promovieron –Cameron posiblemente no– y funcionó. Articularon el medio adecuado a su fin e hicieron una campaña ajustada a su propósito. No fueron irracionales, sino todo lo contrario. De modo que no, los promotores del Brexit no son unos chiflados. En absoluto. Cosa distinta es que su visión sea acertada o puro espejismo. Y en lugar de poner al Reino Unido de camino al futuro, lo pongan de camino a ninguna parte. Pero, de entrada, hay que conocer su razón.