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José García Domínguez

Puigdemont dinamita la mesa

Se suele acusar a Puigdemont de, a diferencia de Junqueras, no poseer una estrategia, pero la tiene, claro que la tiene. Es el cuanto peor, mejor.

Se suele acusar a Puigdemont de, a diferencia de Junqueras, no poseer una estrategia, pero la tiene, claro que la tiene. Es el cuanto peor, mejor.
Asistentes al acto protagonizado en Perpiñán por el golpista fugado Carles Puigdemont. | EFE

Con su triunfal baño de masas en Perpiñán, Carles Puigdemont, el hombre que a escasos instantes del parto con fórceps rindió la República Catalana sin derramar ni una sola gota de valor personal en el empeño, acaba de volver a hacer justo lo contrario de cuanto esperarían los estrategas del independentismo de un dirigente formal, serio y responsable. Y es que la actual coyuntura política española se caracteriza por dos evidencias palmarias que cualquier separatista con un par de dedos de frente no puede soslayar. La primera remite al raquitismo agónico que retrata a la muy precaria mayoría parlamentaria del Gobierno. Una extrema miseria aritmética, la de PSOE y Podemos en el Hemiciclo, que convertiría en quimérica cualquier expectativa de lograr a corto plazo toda modificación sustancial del estatus jurídico de Cataluña dentro del orden legal español. A día de hoy, y los catalanistas mínimamente racionales lo saben mejor que nadie, no existe nada parecido en la Carrera de San Jerónimo al bloque de poder que permitió a Zapatero romper de forma unilateral uno de los grandes consensos de la Transición tras abordar en solitario la reforma del Estatut.

Aquí y ahora, los números, ni los de las Cortes ni los del CIS, no dan para nada que intentase ir algo más allá de una suerte de amnistía encubierta a los golpistas por la vía ya en marcha de la reforma del Código Penal. Genuflexiones teatrales del comediante Redondo y demás concesiones escénicas al margen, tienen claro todos que no hay mucho más que rascar de Sánchez a corto plazo, so pena de poner en muy grave riesgo la continuidad de la izquierda en la Moncloa. La segunda de esas evidencias compartidas, por lo demás corolario de la primera, se asienta en la necesidad perentoria de no crear las condiciones que pudieran entorpecer el funcionamiento y la eventual continuidad de la Mesa por la vía, siempre tan arriesgada y de difícil control, de las movilizaciones en la calle. De ahí que la dirección de Esquerra lleve casi dos años inyectando dosis crecientes de narcolepsia en vena a su base militante. Lo último que necesitan escuchar ahora mismo los negociadores es ese ruido de la calle, el mismo que por norma dinamita siempre las posiciones de los posibilitas que traten de hacer un esfuerzo por no terminar de divorciarse de la realidad. Y en esto apareció el Payés Errante.

Históricamente, el catalanismo político ha tenido un problema de tamaño. Porque siempre han hecho mucho ruido, pero también siempre han sido demasiado pocos; insuficientes en cualquier caso para imponerse yendo por separado al resto de la sociedad catalana. Por eso la unidad de acción no representa para ellos una opción sino un imperativo insoslayable. En la fractura clásica entre apocalípticos e integrados, es sabido que ERC interpreta en el tiempo presente el segundo papel. Algo menos sabido resulta, sin embargo, que lo que aún queda en pie de la antigua Convergencia, ese brumoso espectro que responde por PDeCAT, también anda en lo mismo. Así las cosas, Puigdemont posee un montón de adversarios dentro de Cataluña, los leales a España por más señas. Esos son los adversarios, pero sus genuinos enemigos solo son dos y responden por Esquerra y PDeCAT, esto es, por Oriol Junqueras y Artur Mas. Por eso su recurso de última instancia a la dinamita pirenaica y campera. Se suele acusar a Puigdemont de, a diferencia de Junqueras, no poseer una estrategia, pero la tiene, claro que la tiene. Es el cuanto peor, mejor. La de Pol Pot.

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