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Cristina Losada

¿Un tsunami imparable?

No todos van a llegar con el mismo resultado al final del camino. Dependerá de muchas cosas, pero no dará igual la ruta elegida.

Uno escucha al profesor Johan Giesecke, que fue el epidemiólogo oficial en Suecia hasta 2005, y tiende a ver razón en su fatalismo. Compara el coronavirus con un tsunami y viene a decir: no hay nada, prácticamente nada, que podamos hacer para detenerlo. Se le podrán poner obstáculos, como han hecho la mayoría de los países. Pero no tiene mucho sentido intentar detener un tsunami con los diques que podemos construir. Sólo retrasarán un poco la irrupción de la ola. Más pronto o más tarde, pasará por encima. Hagamos lo que hagamos, eso es lo que ocurrirá. Y tampoco será tan terrible, porque a la mayoría sólo le supondrá una enfermedad leve.

La estrategia seguida por Suecia no es la inacción total y el profesor Giesecke tampoco dice exactamente que hay que dejar pasar la ola sin más. Aunque está cerca. La diferencia con la mayoría de los países europeos consiste en que las barreras que ha puesto Suecia a la transmisión son más bajas y más dependientes de la conducta personal que de la coerción estatal. Por citar algunas. Se han cerrado escuelas y universidades. Las residencias de mayores no admiten visitas. Se pide a la gente que se quede en casa, pero no es obligatorio. Se pueden hacer actos y reuniones siempre que no superen los cincuenta asistentes.

No estamos ante una aceptación plena de la fatalidad, sólo parcial. Tampoco ante una política cuyo objetivo explícito sea conseguir la inmunidad de grupo. Esperan, no obstante, que esa inmunidad sea el subproducto de un cierto dejar pasar. Giesecke cree que pronto estará contagiada la mitad de la población de su país y de otros, estimación alejada de muchas de las que se hacen en Europa. Cuatro instituciones científicas alemanas han concluido que conseguir el contagio controlado de la población –inmunidad de grupo por la vía gradual– es impracticable por lo mucho que se tardaría y el alto coste en vidas.

La pregunta que todo el mundo hace ahora es sobre el coste en vidas de una estrategia comparada con otra. De ahí la importancia de los modelos, aunque el profesor sueco no los toma muy en serio. Pero tiene respuesta en consonancia con su visión y su experiencia: al final del camino, todos los países van a encontrarse más o menos con el mismo resultado, da igual lo que hayan hecho. Habría que proteger, de eso está a favor, a los grupos vulnerables. Sería la principal barrera a poner. Aunque lo que va a suceder, considera, es que "gente que moriría unos meses más tarde morirá ahora, de modo que es quitar unos meses de vida". Reconoce que no es agradable, pero cree que los efectos del confinamiento son peores.

Uno escucha todo esto y agradece incluso la crudeza, hasta el toque inhumano, pero después escucha a otros. Escucha a los científicos del Imperial College, a los alemanes, a los de Hong Kong, a otros, y no puede dar la razón al fatalismo. Se le puede conceder que la ola es, en rigor, imparable. En Corea del Sur, donde han conseguido contenerla con mucho éxito, tienen claro, y así lo han dicho, que es inevitable que la epidemia vuelva mientras no haya vacuna. Pero está el factor tiempo. Por eso son útiles las barreras. Permiten ganar tiempo y no perder tantas vidas mientras la medicina y la ciencia buscan tratamiento y vacuna. Si lo consiguen –por qué no contar con ello–, no todos van a llegar con el mismo resultado al final del camino. Dependerá de muchas cosas, pero no dará igual la ruta elegida.

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