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Mikel Buesa

Rehén del capital

Isabel Díaz Ayuso le ha concedido así al Gobierno de España una victoria política que éste no ha dudado en explotar.

Cuando el pasado 23 de enero el presidente chino, Xi Jinping, decretó el cierre de la provincia de Hubei y el confinamiento de su población para atajar el desarrollo de la epidemia de coronavirus –pues los contagios se contabilizaban en miles y las medidas convencionales de control de infecciones se veían desbordadas–, la Organización Mundial de la Salud (OMS) señaló que se trataba de una actuación "sin precedentes en la historia de la salud pública". La medida no tenía referencias previas porque, en efecto, era la primera vez en la que un Gobierno, enfrentado a una enfermedad altamente contagiosa y letal para la que no había ni vacunas ni tratamiento contrastado, asumía que lo fundamental era salvar el mayor número posible de vidas. Encerrar en sus casas a los habitantes de Wuhan y su provincia era ya la única manera de evitar los contactos sociales sobre los que cabalgaba la pandemia porque se había llegado demasiado tarde. Que fuera precisamente en China donde se sentara este precedente puede resultar paradójico, pues su régimen seguía siendo el mismo que no dudó en sacrificar a millones de personas –que la historia contabiliza en varias decenas– con ocasión del Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, por no hablar de la guerra civil de la que emergió el poder del Partido Comunista.

Pero, paradójico o no, el hecho cierto es que, en el siglo XXI, ya no son asumibles las grandes mortandades que en el pasado acompañaron a las epidemias infecciosas, a las pestes frente a las cuales apenas había remedios y los hombres quedaban al albur de la voluntad de Dios o de la suerte. Así fue, incluso, hasta la gran pandemia de la gripe española que se extendió desde el Medio Oeste norteamericano hacia Europa, acompañando a las tropas que habían de combatir en Francia, y desde ahí al resto del mundo hasta arrasar, entre 1918 y 1920, las vidas de entre cincuenta y cien millones de personas; es decir, entre tres y cinco de cada cien habitantes del mundo en aquel momento.

En España, que también llegó tarde para abordar la epidemia, se reprodujeron las decisiones de Wuhan y, no sé si consciente o inconscientemente, se asumió el mismo objetivo –salvar vidas humanas– tanto por el Gobierno nacional como por los autonómicos, aun a costa de generar una crisis económica sin precedentes, tanto por su profundidad –que llega a pérdidas en el PIB que van a contabilizarse en guarismos de dos cifras– como por su inédita naturaleza –a la que me he referido recientemente en Libertad Digital–. Se trata de una determinación irreversible, pues sus costes son ya irrecuperables y sus beneficios podrían anularse si, como consecuencia de una vuelta atrás, se diera lugar a un rebrote virulento del proceso epidémico. Dicho de otra manera, aceptar el superior valor de la vida humana implica ponerla por encima de cualquier consideración económica.

He creído conveniente recordar esto con ocasión del reciente episodio de la desescalada en Madrid, en el que la presidenta Isabel Díaz Ayuso, después de tener un rifirrafe con el vicepresidente Ignacio Aguado, acabó aceptando la tesis de éste y solicitando que la región fuera aceptada en la llamada Fase 1 de tal acontecimiento. Conviene señalar que los argumentos de Aguado que han trascendido se basan en sus creencias, no en sólidos exámenes cuantitativos ni en informes de expertos, y seguramente en su afán de diferenciarse con respecto al Partido Popular, explotando demagógicamente las interesadas opiniones de las entidades patronales y, también, de algunos empresarios que han dado sobradas muestras de que aman más a su bolsillo que a la humanidad. Sabemos que el consejero de Sanidad le recomendó prudencia a la presidenta Ayuso y pidió retrasar la decisión al menos una semana. Y conocemos el informe en el que la dimisionaria directora general de Salud Pública argumentaba que el número de contagios diarios en Madrid supera aún la capacidad del sistema de salud pública para que "pueda cortarse la transmisión de todas las cadenas epidemiológicas que se generen", debido a la escasez de las pruebas diagnósticas que pueden realizarse, a que no está garantizado el suministro de equipos de protección individual, a la escasez de personal "para la vigilancia epidemiológica" y a la necesidad de "refuerzos de personal en atención primaria para el seguimiento de pacientes en aislamiento domiciliario".

El caso es que Isabel Díaz Ayuso cedió a las presiones económicas en vez de atenerse a los dictámenes sanitarios. Ella misma declaró: "Yo también hubiera sido la primera que me hubiera quedado esperando, pero es cierto que, también a lo largo de la semana, según me he ido reuniendo con distintos sectores económicos, que son los que levantan la economía, los que emplean, y viendo también la situación que tenemos con las familias más vulnerables, y viendo que las UCI las podemos estirar, hay que tomar una decisión". Ésta no fue otra que la de alinearse con su vicepresidente y provocar una crisis interna en la Consejería de Sanidad, a la vez que dilapidaba una buena parte de su capital político adoptando una decisión que ha resultado fracasada.

La presidenta Ayuso, como ocurre con varios de los dirigentes del PP en el momento actual, tiene poca experiencia política y se le nota. Actúa con un ímpetu encomiable, pero hace visibles sus debilidades. Y en este caso, esas debilidades se manifiestan en los tres aspectos a los que alude en la declaración que acabo de transcribir. La primera es la aceptación acrítica de la idea de que son los sectores económicos –o sea, los empresarios– los que "levantan la economía" y "emplean", cuando en nuestro complejo mundo hay otros agentes –sindicatos, analistas profesionales, sistema financiero o sector público– que juegan un papel tanto o más relevante en tales asuntos. Con ese argumento tan simple, Isabel Ayuso se ha hecho rehén del capital. Tal vez por eso le convenga reflexionar sobre la advertencia que, en 1986, dirigida a los políticos, en una entrevista en Le Nouvel Observateur, formuló el célebre economista Wassily Leontief: "Los capitalistas son gente que tiene muchas ideas y dinamismo, pero cuando se trata de concebir el largo plazo y de manera global –ahí está la política– no son muy competentes". Por eso la presidenta de Madrid debió tomar nota de las opiniones patronales, pero para meterlas en la trituradora de la que emergen las decisiones políticas bien asentadas.

La segunda debilidad de Ayuso es su bonhomía. Es una mujer sensible al sufrimiento y ha dado sobradas muestras de ello. Por eso apela a la situación de las personas vulnerables. Pero no se da cuenta de que éstas no van a encontrar amparo inmediato en una apertura más o menos indiscriminada de la economía a la actividad post-pandémica. Esas personas necesitan indudablemente ayuda para sobrevivir –y esa es la tarea de los servicios sociales que dependen del Gobierno autónomo– y para reubicarse en alguna posibilidad futura de empleo –y tal es la labor que habría que esperar de las políticas laborales activas, también de competencia autonómica–; pero en tales ayudas los empresarios juegan un papel menor, las más de las veces inexistente.

Y su tercera debilidad estriba en dejarse caer sobre los señuelos. Es lo que hace cuando alude a las UCI, un tema menor –que, por cierto, también aparece en el informe de Salud Pública que antes he mencionado, donde se destaca que los actuales pacientes covid exceden la "capacidad habitual de camas UCI en la Comunidad de Madrid"– por comparación con los relativos a las necesidades de personal, equipamientos y elementos de diagnóstico ya aludidos. Menor, sí, pero clave para que la negativa del Gobierno de Sánchez a conceder lo solicitado por la Comunidad de Madrid encuentre una apoyatura cuantitativa indiscutible. Isabel Díaz Ayuso le ha concedido así al Gobierno de España una victoria política que éste no ha dudado en explotar.

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